CAPITALISMO,
POLÍTICA Y TRABAJO
Notas
acerca de la Economía, el Estado y el Trabajo
INTRODUCCIÓN
En el presente la calidad del empleo y, en especial, el
no empleo es un problema central, tanto para los agentes económicos, como para
los actores políticos y sociales. El denominado proceso económico de la
globalización genera nuevas incertidumbres acerca del presente y el futuro de
la acumulación del capital y particularmente del empleo asalariado. Pero, desde
los inicios del capitalismo y de la imposición de la medición mecánica (y ahora
electrónica) del tiempo, la preocupación acerca de la incertidumbre sobre el
futuro del trabajo humano y por consiguiente de las sociedades, ha sido una
cuestión constante, interrumpida sólo por el breve lapso en el que predominó en
los países capitalistas desarrollados el Estado de Bienestar.
Desde el
fin de la sociedad medieval, la organización política-estatal, el desarrollo
económico capitalista y el trabajo humano conformaron una unidad estructural
con expresiones particulares según el tiempo y la sociedad que se analicen. Sus
elementos comunes son el tipo de derechos y de regulación política-estatal, las
lógicas de funcionamiento de los mercados, junto a los avances
científico-técnicos que los hacen posibles y la organización del trabajo
humano. El cómo estas dimensiones se organizan en cada coyuntura histórica
definen la concepción del hombre y su integración social y el papel de la
economía y de la política junto a la organización estatal, tanto en el presente
de las condiciones de vida como en el futuro del individuo y de la
humanidad.
El origen y las características del capitalismo avanzado
y su relación con el Estado y la política han constituido, desde el siglo XVIII
hasta nuestros días, un eje central de estudio, tanto para disciplinas
tradicionales como para aquellas que se han ido conformando a lo largo de este
desarrollo histórico. El problema de la relación del mercado con la política y
el aparato estatal ha sido abordado tanto desde la filosofía como desde la
economía, la sociología, las ciencias políticas, la antropología social y la
psicología. Desde una perspectiva histórica, autores relevantes de esas
disciplinas han trabajado el problema del mercado y de la política desde
distintas perspectivas y enfoques, representando escuelas de pensamiento en la
materia que aún influyen con sus premisas y enfoques en el análisis y en la
comprensión del tema.
El funcionamiento del mercado y de la lógica mercantil es
un foco central del análisis teórico de la cuestión para las escuelas de
pensamiento que privilegian en sus premisas al individuo y sus intereses y al
rol del mercado en el desarrollo económico y social y en su capacidad de
autorregulación. Pero en la medida en que se plantean miradas críticas respecto
al funcionamiento del mercado y de la lógica capitalista, la política y el
Estado, junto a las clases, grupos y movimientos sociales son dimensiones cada
vez más ponderadas en los enfoques y estudios de otra naturaleza. Cuanto mayor es la crítica al mercado, más
importancia se otorga al rol de la política y al Estado en el análisis del
capitalismo.
Respecto al Estado, podemos señalar que la mayor parte de
los autores acuerdan que es la organización política que monopoliza el uso de la
violencia, garantizando así, mediante la coacción el orden social. Pero se
diferencian en abordajes analíticos divergentes cuando se observa su papel
respecto del mercado y de la importancia de la política tanto para su evolución
como para su regulación, entre otras dimensiones relevantes.
En las
ciencias sociales, las distintas teorías nacidas entre los siglos XVII y XIX
partían de problemas comunes, pero se diferenciaban en sus principios y en sus
derivaciones analíticas. El trabajo humano y la división social y técnica del
trabajo eran los elementos constitutivos del orden social y político. Estos
elementos, de acuerdo a como se irían estructurando, darían lugar a un
determinado orden social y político. El tradicionalismo feudal y seglar se
opone a esta lógica, planteando la vuelta a las jerarquías sociales en donde el
sistema de valores asignaba al trabajo un rol secundario.
La
reforma luterana y el creciente racionalismo van moldeando un nuevo orden
valorativo en donde el trabajo, en el sentido de la “profesión-vocación” se
constituye en la actividad central del hombre y en la actividad social central.
En los
orígenes del capitalismo, se observaron visiones optimistas y utópicas acerca
del futuro de las sociedades. Éstas se fundamentaban en los nuevos derechos
políticos y civiles de las democracias nacientes y en la creencia del
positivismo científico. La Primer Revolución Industrial destruye el empleo
rural y pauperiza al proletario con extensas jornadas de trabajo y salarios que
no cubren sus necesidades de vida. Esto genera, por parte de amplios sectores
sociales, fuertes oposiciones al nuevo orden social. Estos movimientos fueron
duramente reprimidos por la nueva organización política del Estado-Nación y, en
especial, en su versión conservadora, el Estado Absolutista.
La nueva
sociedad capitalista es analizada críticamente por la teoría marxista y durante
el congreso de la
Primer Internacional de Trabajadores de 1861, en donde Karl
Marx expone el Manifiesto Comunista, pregonando un modelo social superador al
capitalismo, pero en donde el trabajo y la ciencia continuarían constituyéndose
en elementos centrales de la nueva sociedad.
Sólo Paúl Lafargue plantea el “derecho a la pereza”, es decir, el
derecho al no trabajo de los proletarios frente a un modelo económico que los
“sobre-explota”.
El
optimismo acerca del futuro se potenció, luego de 1870, gracias al predominio
del mercado mundializado autorregulado y del positivismo científico. Incluso en
las visiones anticapitalistas pregonaban un futuro superador para la humanidad,
el trabajo mantendría su relevancia central. En la última fase del “Siglo de
las Luces” comenzaron a aparecer las visiones pesimistas, que se profundizaron
a partir de la Primer
Guerra Mundial y la Crisis Mundial de 1929. Las advertencias de Weber
y Polanyi no formaron parte de la “agenda política” de la época. Pero la crisis
del capital y la aparición del desempleo “involuntario”, como lo definiera
Keynes, junto a la transformación de la Revolución Bolchevique
en el Estalinismo planificador y el surgimiento de los gobiernos fascistas
revalorizaron posteriormente las advertencias acerca de los peligros del
mercado autorregulado, la racionalidad científica y la consiguiente
burocratización de los aparatos del Estado y de las empresas. Luego de estas
crisis los derechos sociales, económicos y sociales comenzaron a predominar
entre los reclamos ciudadanos.
La década
de los años 70 significó el retorno de la incertidumbre frente al futuro del
hombre. Se abrió un prolongado período de crisis que significó el principio del
fin del fordismo y del socialismo real. Es el fin del Estado –Plan y de
Bienestar y del empleo asalariado para todos. Aún más, quedaron demostrados los
límites de la convergencia en el desarrollo entre los países centrales y los
subdesarrollados e incluso para varios autores, su imposibilidad.
El
Neoliberalismo y las nuevas tecnologías impusieron la desregulación estatal en
los mercados de bienes y servicios y en el empleo. Es una vuelta a la Segunda Revolución
Industrial (1870-1914), pero sin inclusión laboral de calidad para el conjunto
de los potenciales trabajadores. En esta concepción teórica, el Estado debe
tener una política económica activa para des-regular los mercados y para
garantizar las distintas formas de la propiedad.
En las
ciencias sociales comienzan a aparecer teorías que plantean el fin de los
paradigmas. La lógica del empleo y de la división social del trabajo ya no son
los elementos centrales y constitutivos de la sociedad. Es fin de la
“modernidad” y el surgimiento de la post-modernidad. Así como la globalización
muestra una heterogeneidad divergente en el modelo capitalista-laboral, político-estatal
e institucional y social, los modelos analíticos reflejan la falta de
uniformidad en sus principios comunes.
El
problema del predominio de estas visiones, y en especial de las que ponen
énfasis en las meso-variables (neo-institucionalismo), es como adaptarse a la
lógica neo-liberal. En cambio, el empleo asalariado pleno y regulado aparenta
llegar a su fin. El desempleo estructural y la sobrepoblación en los países
subdesarrollados son la nota del nuevo modelo. El neo-taylorismo, junto a la flexibilidad
laboral contractual, se impone en un número creciente de países. En cambio, los
modelos con alta capacitación y altos salarios vinculados a los modelos
productivos destinados a la alta gama de los mercados parecen estancarse.
En forma
similar a la primera mitad del siglo XIX, el Estado parece replegarse a su
función esencial, que es el monopolio de la violencia, con la contradicción de
la vigencia de las tradiciones de los derechos políticos, económicos-sociales,
ecológicos y de los pueblos. La política se contradice y se debate, frente a la
dualización social, entre el mantenimiento del orden social y la vigencia de los
derechos civiles, económicos y sociales. En tanto, las concepciones mercantiles muestran homogeneidad
teórica-práctica acerca del rol del Estado en el diseño y aplicación de las
políticas económicas y laborales.
Nuevamente,
al igual que en el siglo XIX, el trabajo vuelve a ser un factor económico en
donde la preocupación política acerca de las condiciones de vida de los asalariados
y de los excluidos parece decrecer y sólo las nuevas formas de conflictividad
social parecen formar parte de la agenda política.
La
incertidumbre acerca del futuro de las personas y de las familias parece ser
similar a como lo fue en los orígenes del capitalismo. La política está
preocupada por el orden y la organización social, el Estado se limita a ser
garante de ese orden, el mercado sigue preocupado sólo por las tasas de
ganancias y el empleo asalariado se limita a defender sus decrecientes posiciones.
Los
cuatro siglos de desarrollo del capitalismo moderno coinciden con un Estado que
siempre mantuvo el monopolio de la coerción adaptando sus políticas económicas
a las distintas fases de acumulación del capital. Así como Polanyi planteaba
que el predominio del mercado autorregulado fue producto de la política, Keynes
reivindicó la política económica como reguladora de los ciclos económicos en
los años treinta, Friedman declamó la política de desregulación de los mercados,
y sus sucesores neo-institucionalistas creen en la eficiencia de la calidad
institucional para el desarrollo del mercado y de la sociedad. Las diferencias
esenciales parecen centrarse en el papel de la política tanto como para
producir modificaciones de alcance parcial como estructural, y/o tanto a favor
del capital como del empleo.
Las
divergencias centrales se plantean respecto de los modelos sociales futuros y del
papel del trabajo humano como elemento constitutivo de la sociedad. En este
sentido, no sólo se destruye la calidad de vida de los trabajadores alcanzada
durante el fordismo y de la sociedad asalariada del Estado Benefactor. Ahora,
la expulsión del mercado de trabajo, la flexibilidad contractual y salarial,
junto a los nuevos procesos de trabajo, implican para los asalariados un
retroceso histórico con implicancias futuras imprevisibles hasta el este
momento.
Así, en
el nuevo milenio, solo cabe esperar para las mayorías, la des-asalarización,
una creciente flexibilidad laboral, creciente heterogeneidad y diferenciación
social y por consiguiente menor integración social, junto a nuevos límites a
las tradicionales capacidades soberanas del Estado Nación.
En este trabajo pretendemos pasar revista de las
principales etapas históricas y teóricas del Estado Capitalista y del trabajo
humano según la visión de relevantes autores, tanto clásicos como actuales.
Hemos dividido al estudio en tres etapas históricas y teóricas acerca del
Estado y de sus roles regulatorios. Ellas son el Estado Mínimo, el Estado Plan
y de Bienestar y el Neoliberal. Para cada etapa analizamos las principales
concepciones acerca del trabajo humano pretendiendo demostrar la importancia
que la organización política tiene en la actividad laboral, e indirectamente a
través de ésta, en la concepción del hombre y de su destino social.
DEL ESTADO “MÍNIMO” AL ESTADO-PLAN
Del trabajo precapitalista al
trabajo-mercancía
Durante el incipiente desarrollo del capitalismo
mercantil y financiero, entre los siglos XV y XVIII los mercaderes y financistas
posibilitaron la creación de las organizaciones e instrumentos que favorecieron
la acumulación inicial del capital. Los mercados, bancos y las primeras
sociedades anónimas precedieron a la manufactura en Europa (Sée 1961). En la primera fase de la Revolución Industrial
gracias a las Revoluciones Americana y francesa (burguesas), los Estados
democráticos cobraron entidad universal suprimiendo al orden feudal. La
ciudadanía y los problemas de la representación política cobraron entidad
mundial. Se cuestiona al orden social estamental jerárquico y se lo comienza a
reemplazar por la concepción del individuo-ciudadano y por la representatividad
del poder “popular”. Los derechos políticos coinciden con la concepción del
hombre individuo-racional-productor.
Entre la Primer Revolución Industrial (1750-1850) y la
Segunda Revolución Industrial (1870-1914) se abre un proceso de conflictividad
obrera que pone en cuestión al “orden capitalista”. Las revoluciones de 1848 y
1871 en Francia, las revoluciones campesinas en Europa y la creación en 1864 de
la Asociación Internacional de Trabajadores (Primera Internacional de
Trabajadores) muestran no solo la resistencia al nuevo orden, sino que también
plantean la posibilidad de un cambio social superador del dominio capitalista
burgués. Hasta entonces, los anarquistas (y hasta principios del siglo XX)
pregonaban la destrucción del Estado como cuestión necesaria para construir un
nuevo orden social. A partir del Manifiesto Comunista presentado en 1864, Karl
Marx plantea la necesidad de capturar al Estado para imponer una Dictadura del
Proletariado capaz de reemplazar al orden burgués.
Estos conflictos abren el dilema de la igualdad jurídica
de los ciudadanos y de la desigualdad económica y social de los “ciudadanos-trabajadores”.
También, retoman la polémica iniciada por los jacobinos entre la democracia
directa e indirecta. Esta fase histórica significa el inicio en la construcción
social de los derechos laborales y sociales, al cuestionarse las desigualdades
entre los asalariados y los dueños del capital.
El fracaso de la Comuna de París en 1871 marca el inicio
de la construcción política de la “Pax Europea” que posibilita, hasta 1914, que
el mercado “autorregulado” se expanda a nivel mundial, completando la denominada
fase de dominio colonial de las potencias industriales. La Segunda Revolución
Industrial y su consiguiente progreso técnico posibilitan un enorme crecimiento
de la riqueza económica mundial. El hombre mediante la razón domina la
naturaleza y construye un nuevo orden social. En la periferia europea
(Alemania, Rusia, el Imperio Austro-Húngaro, etc.) se construye el “capitalismo
tardío”, combinado con formas de dominación política predemocráticas con fuerte
intervención estatal en el desarrollo económico (Gerschenkron 1968). En tanto, se consolida el sindicalismo obrero
y los partidos marxistas comienzan a predominar por sobre el anarquismo. Las
formas nihilistas de lucha política se centran en los regímenes de dominio
absolutista. La socialdemocracia de raíz marxista comienza a predominar en
Inglaterra, Alemania, Francia y posteriormente en Rusia.
La
Primera Guerra Mundial no solo pone fin a la paz y al orden mundial, sino que
muestra que el progreso técnico puede también destruir al hombre y al proceso civilazatorio.
Si bien esto ya se había verificado en la periferia colonial, se consideraba
que el orden capitalista-positivista, al destruir el antiguo orden permitiría
incluir a las colonias en el progreso. La guerra no solo pone fin al acuerdo de
las potencias industriales y financieras en el reparto de los mercados
mundiales, abre el proceso a los conflictos que cuestionan el orden burgués y
en la periferia al orden imperial.
En Rusia,
la socialdemocracia marxista se divide entre los mencheviques y los
bolcheviques. Estos últimos toman el poder e instauran la “Dictadura del
Proletariado” poniendo fin a la monarquía absolutista y autócrata. Instauran en
la primera fase la organización de los “Soviets” de obreros, campesinos y
soldados recobrando la idea de la democracia directa planteada por los
jacobinos en la
Revolución Francesa. Simultáneamente, en Alemania cae la
monarquía y los soviet socialdemócratas y espartaquistas comienzan a dominar
las principales ciudades y regiones fisurando la unidad de las fuerzas armadas.
Si bien los espartaquistas al igual que los bolcheviques pierden las elecciones
para la conformación de las respectivas asambleas constituyentes, para aquéllos
significa el fin del consenso político y terminan derrotados por la represión de
los sectores conservadores y socialdemócratas. En cambio, los bolcheviques,
apelando a la lucha armada mantienen el poder y tras cuatro años de una costosa
guerra mundial y civil (1918
a 1922) imponen el Gobierno de los Soviets. La derrota
espartaquista pone fin a la idea de la revolución del proletariado mundial.
Lenin propone la nueva política económica (NEP) frente al empobrecimiento y
descontento popular que origina la crisis de 1921 y la subordinación de los
soviets y los sindicatos en el Partido Comunista. La Tercer Internacional
concuerda en el papel del partido como vanguardia de la revolución. La toma del
Estado mediante la lucha armada originada en la insurrección popular y la
conspiración política (León Trotsky) va a predominar en la concepción
estratégica de la lucha política marxista. La muerte de Lenin abre la discusión
acerca de la consolidación de la revolución en un solo país priorizando el
crecimiento y el desarrollo económico, preconizada por Josef Stalin y la
prosecución de la prioridad de la revolución mundial planteada por Trotsky.
Así, la
guerra mundial y la primera revolución marxista terminan durante la posguerra,
en la división de las concepciones socialistas entre los socialdemócratas, los
comunistas estalinistas y los trotskistas. Mientras la revolución se consolida
en un “solo país” en varios países europeos la crisis facilita el surgimiento
de los movimientos políticos fascistas. Estos se nutren por un lado del
tradicionalismo conservador europeo y por combinaciones particulares de las
concepciones liberales y socialistas. Mientras que en los casos de Portugal y
España el fascismo se caracteriza por el tradicionalismo conservador en donde
la Iglesia Católica mantiene un claro predominio ideológico y una participación
decisiva en el diseño de las políticas, en Italia el fascismo se tiñe en una
primer fase, de las ideas socialistas y sindicalistas, al igual que en Francia.
El nacionalsocialismo alemán que toma el poder en 1933, en cambio, combina en
forma muy peculiar el tradicionalismo germano con ideas socialdemócratas y
liberal-capitalistas. Al igual que en la Italia de Mussolini, el nazismo
privilegia al Estado conducido por el partido como el instrumento de dominación
y de intervención económica y social. De modo similar, se entiende a la Nación
como una entidad étnica-cultural independiente de los límites políticos
establecidos. Pero a diferencia de los fascismos tradicionalistas, en estos dos
casos, las grandes empresas monopólicas y la “racionalidad eficientista” de la
ciencia y la tecnología propias del capitalismo decimonónico, junto a la
burocracia racional estatal, predominan en el diseño e implementación de las
políticas. En este sentido, al igual que en el estalinismo, la política y el
Estado junto a la ciencia y al eficientismo económico se combinan para diseñar
un nuevo orden social en donde el hombre individuo se subordina a los
dictámenes del Estado y a las necesidades económicas. La política subordina los
derechos del individuo-ciudadano al derecho del “Estado y de la comunidad
étnica-cultural”.
Las concepciones
teóricas
Para John
Locke, que parte de una concepción ahistórica, el individuo y la economía
son anteriores al Estado. La política se expresa en el acto fundacional del
contrato social que garantiza la seguridad de las personas, la propiedad y el
funcionamiento de las relaciones económicas. El Estado sólo debe garantizar el
orden social y no debe intervenir en las relaciones económicas entre los
hombres. Se le delega al Estado el derecho propio de los hombres a la justicia
y al mantenimiento de la paz. Pero los ciudadanos pueden rebelarse contra las
autoridades cuando estas vulneran el pacto social afectando los intereses de
los individuos y propietarios. El poder sólo debe garantizar el pacto social y
jamás vulnerarlo interfiriendo en la vida económica de los hombres.
Karl Marx cuestiona al capitalismo y
define al Estado capitalista como una organización política entendida como
instrumento de la dominación de la burguesía sobre el conjunto de las clases y
categorías sociales. Monopoliza la violencia para garantizar el orden social en
una sociedad caracterizada por el conflicto de clases entre los productores y
los propietarios del capital. En este sentido, las relaciones sociales de
producción se expresan en el orden político. Las clases dominantes monopolizan
el poder y las clases subalternas mediante la lucha política de clases lo
cuestionan y pretenden su reemplazo. Al igual que Weber, Marx señala la
importancia del derecho romano en la etapa fundacional del capitalismo moderno
y de la ley como la institución política ordenadora del orden social y
económico en las sociedades modernas. Para Marx, el Estado “completo” es
el Estado liberal o sociedad política
y lo diferencia de las modalidades absolutistas en donde la nobleza
y las iglesias manifiestan desempeños decisivos. El Estado burgués o
capitalista “en su forma completa” es un orden político democrático que se basa
en la igualdad jurídica de los ciudadanos, pero que encubre las desigualdades
sociales que se presentan en la sociedad
civil y, en especial, en la esfera de la producción. Los derechos
civiles propios del Estado democrático son cuestionados por Marx porque
garantizan las condiciones necesarias para la reproducción del capitalismo y de
la desigualdad social. El derecho a la igualdad jurídica de los ciudadanos y
sus libertades políticas, junto al derecho a la propiedad y a la seguridad de
las personas y de sus bienes, reproducen los intereses de las clases
dominantes. El Estado garantiza la vigencia de estos derechos manteniendo y
reproduciendo así la desigualdad social de clases y el funcionamiento de los
mercados.
En el capitalismo, a diferencia de las etapas históricas
anteriores, la economía ya no sólo es una dimensión dominante en última instancia
para entender como se estructuran las sociedades, es ahora además la
predominante. El funcionamiento de la sociedad capitalista moderna, tanto en la
esfera material como en la simbólica, se explica por las relaciones mercantiles
que abarcan, desde el siglo XIX, a todas las esferas humanas y sociales. Así
como el fetichismo de la moneda encubre a las relaciones sociales de
producción, la igualdad ciudadana encubre la desigualdad social. Marx rescata
el papel de los capitalistas como innovadores y agentes del desarrollo de las
fuerzas productivas. Es una clase dominante, que mediante la propiedad
garantizada por el Estado, se apropia del plusvalor de la fuerza de trabajo, lo
cual permite por primera vez en la historia un proceso de acumulación del capital
creciente y mundial. La acumulación del capital permite generalizar el consumo
de los bienes, restringidos durante el feudalismo a las clases privilegiadas, a
capas sociales cada vez más amplias, pero, contradictoriamente, ese plusvalor
originado en el trabajo asalariado es apropiado en términos relativos, en mayor
medida por los propietarios, que por los productores, generando una brecha
entre “ricos y pobres” cada vez mayor. Para Marx la superación del orden
capitalista implica la abolición del Estado democrático liberal y la supresión
de la lógica mercantil implica la eliminación de la política entendida como
instrumento de la dominación social.
Max Weber plantea que, si bien existe cierta
autonomía del Estado respecto al funcionamiento del mercado capitalista hay una
íntima vinculación entre el desarrollo histórico del capitalismo y el del
Estado moderno. El protestantismo ascético que generó el concepto de la
profesión-vocación, junto al posterior dominio del racionalismo científico,
contribuyeron, según Weber, al desarrollo del capitalismo moderno. Otro aspecto
central en su análisis vincula el desarrollo del capitalismo al mercado mundial y a la burocratización de las organizaciones
privadas y políticas.
La creciente burocratización en el capitalismo, para
Weber, limitará cada vez más la libertad del hombre aprisionándolo en una
estructura cada vez más asfixiante, en tanto el Estado socialista, lejos de
liberar al hombre, al acrecentar la burocracia solo agravará la cuestión. Sin
embargo, para el autor, la burocracia es fundamental para el desarrollo de
capitalismo moderno ya que “racionaliza” las actividades humanas y sociales. El
cálculo y la eficiencia son centrales para el desarrollo de los negocios (el
tiempo es oro). De ahí que, para Weber, la mayor evolución de los mercados
capitalistas implica la creciente burocratización pública y privada y la limitación
de la libertad humana.
Esta vinculación entre el capitalismo y el Estado
burocrático requieren de una autoridad
legal-racional. El Estado es en este sentido un orden jurídico reglado
que busca eliminar los privilegios estamentales. La violencia sólo se utiliza
en última instancia, “cuando falla todo lo demás”. De ahí que la legitimidad de
la autoridad sea un aspecto central para
la administración del poder. El Estado moderno se compone, además de una
burocracia de funcionarios cuyas acciones están prescriptas por un orden
normativo en el cual las personas están separadas de sus cargos. El puesto de
trabajo normado define el perfil “racional” de la persona que lo debe ocupar.
Este tipo de Estado promueve, según Weber, una mayor igualación y
democratización, pero presenta el peligro de que el orden jurídico y la mayor
burocratización sean más autónomos y
más arbitrarios a lo observado en etapas históricas anteriores al
capitalismo moderno. La autoridad
carismática puede generar etapas de ruptura en este proceso de mayor
burocratización, significando cambios importantes, al facilitar las
innovaciones político-burocráticas del aparato estatal. Pero una vez
desaparecida la autoridad del líder, este es reemplazado por una nueva
burocracia.
El capitalismo moderno comprende un fenómeno en el cual la
profesión-vocación, el cálculo y la autoridad legal-racional forman parte del
mismo proceso histórico en occidente y el racionalismo y la burocratización
abarcan, cada vez más, a casi todas las esferas de la vida humana moderna. Si
bien existe, en los países del capitalismo central una mayor democratización respecto a las
etapas históricas anteriores, la libertad del hombre se encuentra cada vez más
limitada por el racionalismo y la burocratización.
La concepción lockiana es criticada por Karl Polanyi,
al definir que el predominio del “mercado autorregulado” existente
en la segunda mitad del siglo XIX hasta 1930 es, en realidad, producto de la
política y del Estado liberal y no solo resultante del funcionamiento libre del
mercado. Polanyi otorga a la historia un rol central en su análisis y establece
una íntima relación entre la entente mundial de la “paz europea” de la
última mitad del siglo XIX en el desarrollo del mercado mundial y
autorregulado. El Estado liberal contribuyó a destruir las formas feudales que
trababan el desarrollo de los mercados capitalistas y el acuerdo entre los
Estados europeos garantiza la paz necesaria para el desarrollo de los negocios
y, en especial, de las finanzas. Pero, en este sentido, la originalidad de su
enfoque radica en que la política puede tener un doble carácter. Así como puede
promover la lógica mercantil, también puede poner límites al avance de las
relaciones mercantiles que están afectando todas las esferas de la actividad
humana. La tierra, el trabajo y el dinero, mercantilizados desde la primer
Revolución Industrial, pueden -en cierto sentido- desmercantilizarse
mediante la política y el accionar del Estado. Es importante observar que, para
Polanyi, a diferencia de otros autores, el trabajo y la tierra son mucho más
que factores de la producción, motivo por el cual la política debe protegerlos.
Esta concepción dará lugar -durante el siglo XX- al desarrollo del denominado Estado
de Bienestar y a las políticas públicas de amparo al trabajo humano
y de protección de la tierra, ambos entendidos como bienes comunitarios. Este
autor concibe, a principios del siglo XX, a la economía autorregulada y a la
política liberal como dimensiones centrales que explican el orden mundial
dominante desde la segunda mitad del siglo XIX. La política y la economía no se
limitan, desde entonces, sólo a los Estados-Nación, sino que son fundamentales en
el entramado mundializado. Otro, aspecto central de su estudio se relaciona con
el papel del trabajo.
Este no es solo un factor de la producción, es además una actividad humana con
connotaciones personales y sociales. Las relaciones mercantiles no abarcaron y
no abarcan a todas las relaciones sociales. Existen actividades humanas que son
distintas a las relaciones mercantiles. La mercantilización creciente solo
podrá generar un futuro negativo para el hombre, y si la política solo promueve
esta lógica, el futuro del hombre será desesperanzador. Sólo una acción
política que imponga límites a la lógica mercantil podrá garantizar un espacio
para el hombre distinto al que le depara el mercado.
Desde otra perspectiva, Keynes y Schumpeter centran sus
enfoques en una concepción vinculada al desarrollo de los mercados capitalistas
y a la política como un instrumento que puede garantizar el mejor
funcionamiento de los mercados y del futuro del capitalismo. Estas nuevas
concepciones teóricas fueron concebidas en una fase histórica caracterizada por
un capitalismo industrial mundializado ya consolidado, pero “detenido” por la
crisis mundial iniciada en 1929.
Para John M. Keynes, el mercado
autorregulado o de libre competencia no puede resolver por sí sólo los
desequilibrios de la crisis y el desempleo, como se pensaba en forma
predominante hasta la década de los años treinta por parte de la escuela
económica neoclásica. El desempleo intermitente, característico de las etapas
de crecimiento económico, que pasa a ser desempleo involuntario en las crisis de largo plazo, requieren,
según el autor, de la intervención estatal. El Estado debe intervenir regulando
el mercado financiero y las tasas de interés y aumentando la demanda agregada
mediante la inversión (obras públicas y subsidios). Esto permitiría retornar al
círculo virtuoso del crecimiento y al aumento del empleo. El Estado no debe ser
productor, pero si favorecer a estos. Keynes es un crítico tanto de los
capitalistas financieros como del socialismo. La política económica
es -para Keynes- la nueva función estatal y la distribución de los ingresos y
el pleno empleo los nuevos objetivos del capitalismo moderno. Si bien el
trabajo es principalmente un factor económico, éste centra su preocupación en
el pleno empleo pues lo considera tanto un garante del crecimiento económico
como de la paz social. De no ser así, el desempleo involuntario no sólo no
podría ser resuelto por el mercado, (manteniendo así la recesión económica), sino
que podría poner en peligro al orden capitalista.
J. Schumpeter centra su estudio en el papel dirigencial del capitalista moderno y
en la crisis de la década de 1930. Plantea que los capitalistas del siglo XIX
cumplieron un papel histórico innovador. Éstos desarrollaron grandes empresas e
innovaron en su organización y en el desarrollo tecnológico. Ello hizo posible
el desarrollo del capitalismo en esa etapa histórica. Coincide con Weber en
que se está, en la primera mitad del siglo XX, en una fase de mayor
burocratización de las empresas, por lo cual su futuro peligra. Ya no hay
espacio para la innovación y el progreso, porque ha dejado de existir el
compromiso propio de los capitanes de industria, por parte de sus “nuevos
propietarios” (accionistas y gerentes) y de sus trabajadores, ya que éstos no
perciben a las empresas como “propias”. Para Schumpeter esta burocratización
empresarial que terminaría por agotar sus capacidades innovadoras sólo podría
resolverse por una clase política distinta a la de sus propietarios. Para este
autor, el viejo estamento aristocrático
estaría en condiciones de reemplazar a los capitanes de la industria, ante la
supuesta incapacidad de los capitalistas para dirigir al conjunto social.
Schumpeter plantea una perspectiva negativa acerca del futuro del capitalismo y
de su relación con la política. La aristocracia, propia de etapas históricas
anteriores, debería insertarse en la política para resolver los problemas de un
capitalismo moderno que estaría agotando su capacidad innovadora. Por otra
parte, el autor interpreta que el socialismo
es un modelo negativo para la innovación tecnológica. Destaca el papel
innovador del capitalista moderno, entendido como dirigente y actor
transformador e innovador de la economía y de la sociedad en su conjunto, y del
trabajador industrial como el otro actor central en las nuevas aplicaciones
tecnológicas, pero es “pesimista” de su visión respecto del futuro. En este
sentido, ya a principios del siglo XX, la burguesía industrial, para el autor,
ha perdido el rol de “clase dirigente” de la sociedad, en tanto su posible
alternativa histórica, -el socialismo-, sólo presenta posibilidades aún más
negativas. En este sentido, al igual que plantea Max Weber, la burocracia sólo
puede conducir a la decadencia del sistema. Para Schumpeter, la burguesía
industrial es una clase dirigente, en la medida que tiene capacidad de
innovación y, de no ser así, las clases tradicionales, entendidas como la
“vieja aristocracia”, serían las que deberían reemplazarlas, frente a un modelo
socialista aún menos innovador. Esta concepción, desde una perspectiva
histórica y política, justifica un orden
conservador en donde una élite precapitalista y tradicional, desde el
Estado, puede sustituir la ya agotada capacidad innovadora tecnológica de los
capitalistas y de sus trabajadores.
Tanto para Marx, como para Weber, existe una relación
directa entre el desarrollo del capitalismo y del Estado democrático, pero
muestran importantes diferencias en los conceptos de clase, poder, dominación y
legitimidad. Mientras, para Marx la abolición del capitalismo significarán la
verdadera igualdad y libertad, para Weber el futuro, por el racionalismo, la
mercantilización y la burocratización es una limitación a la libertad del
hombre. Keynes y Schumpeter centran su análisis en la importancia de la
política para garantizar la existencia del capitalismo frente a los ciclos
recesivos y a su capacidad de innovación. Polanyi plantea un escenario más
complejo, en donde no existe una progresiva linealidad entre mayor
mercantilismo y libertad humana. Es un escenario abierto, que sólo podrá ser
resuelto por la política ante la creciente mercantilización de las relaciones
sociales y humanas.
La cuestión del futuro
En su contexto histórico, los autores mencionados tienen
diversas visiones acerca del futuro. Podríamos considerar que entre los
problemas centrales que ellos plantean se destacan el futuro del hombre, del
capitalismo y de la política. En principio, podemos considerar que hay dos
criterios centrales entre los autores acerca de esta cuestión. Uno, se
relaciona con el devenir del capitalismo moderno y otro a la construcción, a
partir del fin del capitalismo, de una sociedad comunista. Pero, a pesar de las
perspectivas divergentes, el liberalismo y el socialismo visualizan al futuro
con un excesivo optimismo. La visión positivista-cientificista impregna la
visión del hombre como dominador de la naturaleza y como constructor de un progreso
técnico que hará posible la construcción de una sociedad en donde la riqueza
económica hará posible la armonía social. En este sentido, tanto Locke como
Marx, muestran optimismo acerca
del futuro del hombre y de la sociedad desde perspectivas cualitativamente
divergentes. El resto de los autores Weber, Schumpeter, Polanyi y Keynes, que
estudian el problema en pleno desarrollo del capitalismo moderno y de las
crisis que lo caracterizan, centran su
prospectiva desde una visión pesimista
o crítica acerca del funcionamiento del sistema económico y de los peligros que
pueden acechar al hombre en el futuro.
Respecto a los autores que centran su postura en el devenir del capitalismo existen
divergencias ideológicas y analíticas. También, salvo en el caso de Locke,
estos autores plantean y analizan aspectos que consideran “negativos” respecto
al funcionamiento de la sociedad capitalista.
Weber y Schumpeter concluyen en una visión “pesimista” acerca del futuro
cercano, tanto respecto al capitalismo como a la sociedad o modelo socialista.
En tanto, Polanyi y Keynes proponen
soluciones para atemperar los aspectos negativos del capitalismo
moderno. Marx centra su análisis en el funcionamiento de la sociedad
capitalista planteando su futura crisis y abolición. A partir de ese momento se
construiría primero el socialismo o dictadura del proletariado y posteriormente
el comunismo.
Respecto al papel de la política y la construcción del
futuro también se observan criterios diferenciados. Para Locke el futuro de la
sociedad implica que la política no interfiera en la vida privada de los
hombres y no ponga límites al funcionamiento de la economía. Marx en cambio,
otorga un papel central a la política. La lucha de clases política es decisiva
para abolir al capitalismo y construir el socialismo. Para Polanyi, Weber y
Keynes la política es importante en la medida que pueda reparar los aspectos
negativos del funcionamiento del capitalismo y del “racionalismo mercantil”.
Otro aspecto central acerca de la visión acerca del futuro está
íntimamente relacionado con la concepción acerca del hombre y de la libertad. Respecto al hombre, en un sentido
filosófico y antropológico, se observan diferencias en cuanto a la relevancia
en sus análisis y en cuanto a su rol en la sociedad y en la construcción del
futuro. Desde perspectivas diversas se define al hombre como individuo, ciudadano
portador de derechos, productor y con capacidad de “libre albedrío” y
constructor de su futuro. Pero el hecho fundante es el del individuo
productor-ciudadano capaz de ejercer cierto dominio acerca de su devenir. A
partir de esta premisa, se abren las diferencias conceptuales acerca de la
relación del hombre con la economía, la sociedad y la política. Mientras que
para Locke el hombre-individuo es la entidad central de la sociedad, para Marx,
Durkheim y Weber la identidad individual se explica por su pertenencia a las
clases, los estamentos, las categorías y por su ubicación en la división social
del trabajo. Por otra parte, Schumpeter retoma el tradicionalismo europeo al
destacar el papel directivo de las élites. En cambio, Keynes si bien privilegia
el rol del hombre como factor de la producción en un sentido amplio, tanto como
fuerza de trabajo y como capitalista, también señala que las dimensiones
sociales y políticas resultan en factores centrales en la fase de crisis
capitalista para hacer posible su resolución o su agravamiento. Una nota
innovadora es la que presenta Polanyi. Su sesgo antropológico revaloriza las
dimensiones de la cultura y de la
relación del hombre con la naturaleza. En pleno predominio del positivismo y de
la ideología del orden y del progreso que caracterizaron en especial, a la
segunda revolución industrial, este autor pone énfasis en su análisis en las
consecuencias civilizatorias negativas que implica el desarrollo de la lógica
mercantil para la cultura y el futuro del hombre. En este sentido retomaría la
tradición del Romanticismo Alemán que al cuestionar la “razón” pone énfasis en
la “pasión” y la naturaleza frente a las ideas de la ilustración.
Otra dimensión acerca del futuro se relaciona con la
visión que tienen los autores respecto a la cuestión de la libertad. En este
sentido, todos los autores, salvo Marx, vinculan la libertad del hombre al
devenir del Estado democrático y del capitalismo moderno. Marx plantea que la
libertad del hombre será posible solo en la sociedad comunista, una vez
abolidas la propiedad, el Estado y todas las formas de dominación. Cabe aclarar
que para este autor el capitalismo y la democracia son instancias “positivas”
en el devenir histórico frente a fases históricas anteriores caracterizadas por
el paternalismo, el esclavismo y la servidumbre. Podríamos pensar que para
Polanyi la libertad sería factible en la medida que la lógica mercantil tenga
claros límites y no invada las demás dimensiones del hombre. Para Locke, en cambio, la libertad está
vinculada a la economía y a la propiedad y está asegurada en la medida que la
política no limite esas dimensiones. En cambio Weber y Schumpeter, desde
distintas perspectivas, son pesimistas respecto al futuro de la libertad del
hombre, ya que el capitalismo moderno la limita y el socialismo (burocrático)
terminaría por aniquilarla.
El Trabajo Mercancía
Estos autores, contemporáneos al desarrollo del
capitalismo moderno y del Estado liberal o “mínimo”, destacan en el hombre su
entidad de productor u homo faber. Ya sea trabajador o capitalista, la
profesión o el trabajo humano es el aspecto que lo distingue. Incluso Marx
parte del principio de que “el hombre se relaciona con otros hombres cooperando
mediante el trabajo para producir los bienes que puedan satisfacer sus
necesidades”. Sólo Weber y Polanyi plantean dimensiones del hombre
diferenciadas de su rol de productor, aunque no del todo distintas, partiendo
en sus estudios de sociedades diferenciadas de la lógica mercantil de aquellas
productoras del capitalismo moderno. Pero solo Polanyi parece prever un futuro en donde además de
hombres productores, existan otras alternativas no mercantiles en las
relaciones sociales predominantes. Retoma de algún modo la tesis de Lafargue
del derecho a la pereza del proletariado o los asalariados frente al rol de
fuerza de trabajo asalariada que les depara a los hombres no propietarios la
sociedad capitalista.
Weber, en la “Ética protestante y el espíritu del
capitalismo”, destaca el concepto de la profesión - vocación surgida gracias al
protestantismo ascético, en el desarrollo del capitalismo moderno. Este
concepto va ha ser acentuado por el positivismo y el racionalismo. La
racionalidad es una instancia que desvincula al hombre de la naturaleza y lo
somete a una lógica productiva y científica que lo separa de los ciclos
naturales. Las religiones protestantes cristianas que comenzaron a prevalecer
en Europa durante el Romanticismo (coincidente con el desarrollo de las
ciencias naturales y sociales) facilitaron el desarrollo de la lógica mercantil
y de la concepción del individuo-ciudadano. Desde el punto de vista de los
valores, incorporaron las concepciones racional-científicas, y desde la
perspectiva social contribuyeron a la
“universalización” de la lecto-escritura y del cálculo. La Iglesia Católica
reacciona con la Contra-Reforma y la fundación de la Orden Jesuita, la cual se
destaca por el dominio del conocimiento científico y tecnológico. A partir de
allí, el dominio del racionalismo y del conocimiento científico y la
consiguiente ideología del dominio de la naturaleza por parte de la “razón” y
de sus aplicaciones técnicas, van a prevalecer en la concepción del mundo del
hombre occidental. Ejemplo: el reloj mecánico, invento de la sociedad
capitalista, permite desvincular al hombre del ritmo natural, al pasar su
actividad de una sociedad agrícola a una sociedad industrial y mercantil.
El trabajo mercantil, el ahorro y la acumulación, la
riqueza con austeridad en el consumo personal y los “valores con arreglo a valores
o a fines” van a constituir a partir de entonces las notas relevantes de la
concepción del mundo del hombre moderno en occidente desde los siglos XVI a
XIX. Como lo plantea lúcidamente Weber, en el origen del capitalismo moderno la
pereza y el no trabajo,
independientemente de las clases sociales, se consideraban “pecado y
dilapidación del tiempo”.
Marx participa desde una perspectiva positivista de esta
idea. Al margen de los aspectos positivos que tiene el capitalismo para Marx,
en tanto desarrollo de las fuerzas productivas, producción masiva y acceso de
las clases populares al consumo, el comunismo se relaciona a un modelo en el
cuál el hombre “por la mañana trabaja, durante la tarde pesca y en la noche
hace crítica literaria”. Esta cuestión, si bien plantea importantes diferencias
respecto a la sociedad capitalista, no deja de centrar el análisis en la actividad del hombre. Marx profundiza
el concepto de fuerza de trabajo ricardiano, al señalar que es la generadora
del “valor” y por consiguiente de la acumulación del capital. Este valor que
genera el obrero industrial es retribuido en forma de salario y el excedente
apropiado por los propietarios del capital. De aquí, surge el concepto del
trabajo alienado. La otra forma de la alienación es la subordinación del
trabajo al maquinismo. Esta organización de la producción y del trabajo
requiere además de la aplicación científico-técnica de una organización reglada
que garantice la disciplina laboral.
Los siglos XVIII a XX se
caracterizan por privilegiar el concepto del hombre productor. Pero en esta
primer fase del capitalismo, aunque existieran, no eran relevantes desde el
punto de vista de los valores sociales, la acumulación de riquezas, la
sobre-explotación de los asalariados o el consumo de los estamentos
privilegiados El trabajo del productor
mercantil (propietario o no) entendido además, como un innovador tecnológico y
generador del ahorro en detrimento del consumo, y de la medición del tiempo y
del dominio de la naturaleza que permite el desarrollo científico, son los
valores predominantes del hombre de la
modernidad. El
resto de los hombres que no se relacionan o incorporan directamente a la
división social del trabajo, que es ahora un aspecto central de la constitución
o fundación de la sociedad moderna, están al “margen de la
sociedad”. No trabajar es un pecado, es no desempeñar un rol social, es ser un
elemento antisocial o formar parte del lumpen - protelariado.
La profesión-vocación sustituye a las
concepciones precapitalistas y se constituye en el fundamento moral del papel
del capitalista y del obrero industrial en la nueva sociedad. Esta lógica se
generaliza con la Primer Revolución Industrial. A partir de allí, se avanza
gracias al maquinismo en la eliminación del trabajo de oficio. El saber y la
“autonomía” en el proceso de producción que caracterizaba al trabajador de
oficio se comienzan a sustituir por el trabajo parcelado no calificado. “Al
sustituir al obrero profesional por el obrero masa recién inmigrado, no
cualificado y sobre todo no organizado, el capital modifica, en favor suyo y
por mucho tiempo el estado de conjunto de la relación de clases.” (Coriat 1991)
El Estado Plan y de Bienestar
Del “productor libre” a la sociedad
salarial
El
fordismo y el Estado-Plan keynesiano y específicamente el Estado de Bienestar
marcan un período excepcional en la historia del capitalismo moderno. En los
países centrales del hemisferio norte y en algunos países periféricos, este
modo de producción logró notables avances en los niveles de vida de los
sectores populares.
Los aportes de Keynes y Polanyi son contribuciones
fundamentales como sustento de la conformación de un nuevo Estado capitalista
denominado de Bienestar. Este presenta distintos matices de intervención frente
al mercado. En uno, prevalece la intervención economicista y anticíclica, que
da lugar al Estado Plan. En el
otro, la “concepción no predominantemente mercantil” favorece el surgimiento de
las políticas sociales universales del Estado
de Bienestar. A ello contribuyeron directa e indirectamente, desde
distintas perspectivas las visiones marxistas acerca del socialismo y las
weberianas respecto a los límites de las democracias modernas.
La posguerra de 1918 inicia el predominio, en las
democracias capitalistas, de las empresas monopólicas. En el socialismo
estalinista y en el nazi-fascismo alemán e
italiano predominan el Estado, el partido y las empresas (estatales y
privadas) monopólicas. Pero en todos estos sistemas políticos, tanto la ciencia
y la tecnología como la burocracia estatal coincidían en la eficacia de los
resultados y la eficiencia en el uso de los recursos. Los objetivos-resultados
subordinan así al individuo-ciudadano-productor y sus derechos políticos y
sociales al Estado Plan. Este modelo estatal, diseñado inicialmente por
Bismarck en la segunda mitad del siglo XIX para equilibrar las diferencias
sociales y expandir la economía, y fundamentado teóricamente por Keynes después
de la crisis de 1930 para resolver el paro involuntario, va a fundamentarse en
criterios comunes a la racionalidad económica ya señalada por los economistas
neo-clásicos continuando la concepción de la ciencia como la actividad que
podrá resolver todos los problemas del hombre y de la humanidad.
Como lo señala Benjamín Coriat (1991), el trabajador asalariado
pierde su “oficio-saber” subordinándose al ritmo del cronómetro, a la
parcelación de las tareas taylorista y a la cadena de producción masiva
fordista. La ciencia y la tecnología logran así, aumentar la productividad del
trabajo humano despojándolo a la vez, de sus saberes de oficio y sujetando
definitivamente al hombre como entidad psíco-biológica a la eficiencia
organizacional y a las necesidades de los objetivos productivos de las empresas
y del Estado. El individuo-ciudadano-productor pasa a ser, desde la visión
eficientista-tecnológica, un recurso humano o un factor de la producción.
Los valores económicos mercantiles dominan la concepción
del mundo y se subordinan los valores políticos de los derechos ciudadanos al
interés del “Estado”. A pesar de las diferencias de los regímenes políticos
existentes, es uniforme la unidad en la concepción del Estado-Nación-Plan. El
ciudadano se subordina a la clase o la masa y el trabajador se somete a la
ciencia y al maquinismo. La razón predomina por sobre la libertad del hombre. Los
modelos nazi-fascistas y el estalinismo construyen una nueva burocracia en
donde la administración burocrática estatal y la organización del partido
constituyen una unidad en donde la burocracia garantiza la eficiencia y el
partido el cumplimiento de los objetivos políticos. La racionalidad científica,
logra de este modo, la mayor expresión del dominio sobre la naturaleza, el
hombre y el futuro. El Estado Plan combinado con el partido único sustituye con
mayor cientificismo al régimen democrático-burgués. El ciudadano-productor se
subordina a la concepción de factor de la producción planificada.
La crisis mundial de 1929-1930 pone fin al mercado
autorregulado. La crisis mundial empobrece a las naciones y obliga a que el
Estado asuma un rol interventor en el ciclo económico. La Segunda Guerra
Mundial (1939-1945) va a significar la máxima expresión de estas concepciones.
Los tres modelos políticos del Estado-Plan subordinan los intereses de sus
individuos-ciudadanos al interés “general” del Estado. La racionalidad
burocrática-científica va a culminar con los mayores crímenes contra los
individuos y la humanidad.
El fascismo y el socialismo “real” plantearon duras
alternativas al desarrollo del capitalismo mundial entre las décadas de los
años veinte y treinta. La
Segunda Guerra Mundial facilitó el fin de los regímenes
fascistas y el surgimiento de las nuevas organizaciones internacionales de
regulación financiera mundial. A partir de este momento, se impone la
concepción keynesiana del Estado Plan en el occidente capitalista y se comienza
a conformar el Estado de Bienestar. En tanto, en los países del socialismo real
se imponía la concepción del Estado Plan llevando a la máxima expresión el poder
de la planificación racional tanto a la esfera económica como a la social y del
taylorismo-fordismo en la esfera de la producción y del trabajo.
Robert Boyer (1989) define al fordismo como un “régimen
de acumulación que se basa entre otros aspectos relevantes en: una organización
del trabajo que, partiendo del taylorismo, lleva aún más lejos la parcelación
de las tareas, la mecanización de los procesos productivos y una separación
completa entre la concepción y la ejecución. El proceso dinámico entre la
producción y la demanda se opera principalmente en un espacio nacional”.
El capitalismo logró en especial durante la posguerra,
una enorme acumulación del capital y amplió los mercados de mercancías. Los
trabajadores lograron durante una importante parte del siglo XX, un notable
mejoramiento de sus niveles de vida o reproducción. El fordismo y el Estado Plan keynesiano pudieron resolver la crisis y
generaron un excepcional período de “riqueza”. Pero también, debemos señalar
que el Estado Plan mantiene su rol de policía, necesario para mantener el orden
interno y el internacional. En este sentido también hay una correspondencia
entre el orden nacional y el “orden del trabajo especializado”. Henry Ford
también innovó en este campo. La ciencia
y la tecnología volvieron a contribuir a la nueva fase de la acumulación del
capital. Ford creó el Departamento de Sociología. Las ciencias sociales
contribuyeron a este desarrollo capitalista mediante la economía política,
necesaria para el desarrollo del Estado Plan y a la sociología que permitió
organizar el control de la vida privada de los obreros. Las disciplinas vinculadas a la administración de los recursos humanos
tuvieron en esta etapa histórica un vertiginoso desarrollo. La
administración de los recursos humanos reguló el trabajo rutinario,
especializado de ninguna especialización, subordinado a los ritmos
“antinaturales de la cadena mecanizada” y el cumplimiento de la jornada de
trabajo. Benjamín Coriat
plantea que: “después de Frederick W. Taylor y Henry Ford, Keynes viene así a
terminar el edificio. Tras la teoría y práctica de la producción en masa en el
taller, la teoría y práctica del tipo de Estado y de regulación que le
corresponden.” Y continúa: “El Estado-Plan keynesiano se construye así, entre
policía y welfare, en un nuevo terreno de legitimación, la garantía más firme
por lo demás del mantenimiento del equilibrio y del nivel de la demanda
efectiva.” (Coriat 1991)
Al nuevo papel
de policía estatal le correspondió un nuevo modelo de control de los trabajadores. El trabajador rutinizado,
sin oficio, la división entre el trabajo intelectual y manual y el dominio del
cronómetro (Coriat 1991) necesitaban de una administración que limitara y
controlara sus efectos negativos. La fatiga, las enfermedades industriales y
las enfermedades sociales (alcoholismo, automedicación, etc.) requerían del
control para mantener la eficiencia de la cadena de montaje.
Este nuevo orden tuvo un límite. El sindicalismo y el accionar de determinados partidos políticos, en
cada orden nacional, limitaron el nuevo disciplinamiento, e incluso,
permitieron aumentar la calidad de vida de los trabajadores. Las luchas
obreras lograron convalidar el convenio colectivo de trabajo, el salario
mínimo, el control de las condiciones de trabajo y la defensa del salario real,
entre los aspectos más relevantes. En este sentido las coaliciones políticas (y
el sindicalismo) contribuyeron a que el nuevo salto de la acumulación
capitalista beneficiara a un conjunto ampliado de los asalariados. (Offe 1990)
Como plantea Gosta Esping Andersen (1993), se debe analizar el impacto de
las políticas en la distribución del ingreso y a la reproducción o no de la
estratificación social en la conformación del nuevo orden estatal de bienestar.
De allí que existan, para este autor, al menos tres modelos diferenciados de
Estado de Bienestar. También señala un problema relevante al señalar que los
beneficios que otorgan los diferentes aparatos del Estado en realidad son
financiados principalmente por los mismos trabajadores asalariados.
El
fordismo-taylorismo requiere de un Estado que aplique políticas económicas que
permitan intervenir en los ciclos económicos recesivos y en la formulación de
planes de mediano y largo plazo que reduzcan la incertidumbre respecto al
futuro y garanticen la demanda efectiva para sostener el consumo de masas. Es la etapa de las políticas
económicas de intervención y sus mecanismos de regulación de los mercados, en
especial del mercado de trabajo, para garantizar la tendencia al pleno empleo
de los factores de producción. (Keynes y Coriat)
Pero el nuevo modelo de acumulación fordista no requiere necesariamente
del Estado Benefactor. Si bien este modelo de Estado es también una instancia
de regulación de la economía y del empleo, sólo es posible su conformación por
coaliciones político-sociales particulares
que lo hacen posible (Esping Andersen).
Todo Estado Benefactor requiere de un modelo de acumulación fordista
–taylorista (hasta los años 70) y de políticas económicas keynesianas. Este
razonamiento no es válido en sentido inverso. El fordismo requiere de un Estado
keynesiano pero no necesariamente de un Estado Benefactor.
Definir un ejemplo de Estado keynesiano concreto no es
sencillo. Los modelos anglófilos (Gran Bretaña y USA) pueden ser un ejemplo,
pero si bien en estos estados predominan las políticas keynesianas, ellos
poseen algunos aparatos estatales que podrían definirse como de bienestar, como
en el caso de los seguros de desempleo.
El segundo New Deal, Inglaterra de 1930 y Argentina de esa década pueden ser
ejemplos de keynesianismo que no beneficien directamente a los asalariados.
Claus Offe (1990) define al Estado de
Bienestar como Estado de providencia y de policía. Tanto el Estado keynesiano y
el de Bienestar mantienen los aparatos fundamentales del Estado capitalista que
garantizan el monopolio de la violencia. El
Estado policial, al igual que en el siglo XIX, continúa siendo el elemento
común del Estado, a pesar de las diferentes modalidades de intervención en las
esferas económica y social que se han ido conformando en esta fase histórica.
Pero el problema de la
legitimidad social (cuestión planteada por Gramsci en los años treinta)
determina, en esta etapa, la conformación keynesiana o de bienestar. Las
coaliciones políticas y sociales (Offe y E. Andersen) son determinantes en la
legitimidad y conformación de los Estados de la posguerra. En este aspecto debemos
señalar el papel del movimiento sindical y de los partidos social-demócratas y
social-cristianos en las coaliciones de gobierno. Esto es importante en los
casos de los países escandinavos, en Alemania, Italia y Japón.
Esping
Andersen diferencia tres tipos de Estados de Bienestar
según como se combinen las coaliciones políticas, la distribución del ingreso y
la estratificación social resultante. A ello, agrega un concepto central del pensamiento de
Polanyi que es el de la “desmercantilización”. Sólo los estados escandinavos
avanzaron en mayor medida en la idea de la desmercantilización del trabajo.
Alemania, Italia y Japón desarrollaron un Estado de Bienestar basado en
coaliciones socialdemócratas y socialcristianas y en la influencia de la
ocupación norteamericana. Según E. Andersen, se trata de Estados que reforzaron
la reproducción de la estratificación social. Este autor centra su análisis en
la influencia de las condiciones internas, como el caso de la religión y la
estratificación social previa.
Según Offe, el Estado
de Bienestar genera la tensión entre la cuestión de la legitimidad y de la
eficiencia. Como
la eficiencia en el accionar estatal es difícil de medir, lo central para este
autor es el problema de la legitimidad. Podemos coincidir en este enfoque, si
analizamos algunas políticas sociales como las de seguridad social. ¿Qué es más
importante, asegurar el retiro de los trabajadores o garantizar el equilibrio
de las cuentas públicas?
Desde una discusión más compleja, debemos preguntarnos
acerca de sí es posible definir como Estados de Bienestar a los existentes en
algunos países latinoamericanos, como Argentina, Uruguay y Brasil en las
décadas de los años cuarenta a sesenta. A partir de la posguerra desarrollaron
Estados con aparatos propios de los estados de bienestar, pero existen
numerosas discusiones acerca de su carácter y alcance. Y en el período del
“stop and go”, años cincuenta y sesenta, aparecieron reflexiones como las de Celso Furtado acerca de la inviabilidad
de esos modelos de desarrollo.
En Latinoamérica y en el sudoeste asiático los procesos
de sustitución de importaciones tuvieron conformaciones particulares, entre
otros aspectos, según su nivel de vinculación política con las potencias
dominantes. Los EEUU dominaron a Alemania y Japón imponiéndoles un nuevo
sistema constitucional, eliminando a sus fuerzas armadas y reformando sus anteriores
sistemas económicos. La guerra fría obligó a los países periféricos a alinearse
con dicha política. Su conformación colonial inicial y su papel en la posguerra
determinaron el papel de estos países en el nuevo escenario mundial.
Desde una
perspectiva latinoamericana deberíamos incorporar al análisis algunos aspectos
centrales (según Gerschenkron) como el del interés militar y la falta de
financiamiento bancario. En Latinoamérica, el interés militar primó y
direccionó el desarrollo de los procesos de sustitución de importaciones. En
Argentina, la creación de empresas como YPF y
Fabricaciones Militares muestra la injerencia del poder militar en el
modelo de desarrollo. Las características de sus economías y de sus estructuras
sociales desembocaron en problemas estructurales como el del denominado “stop
and go” que se reflejaban en los déficits de las balanzas comercial y de pagos.
Las diferencias económicas, las coaliciones políticas y sus bases sociales
también se diferenciaron de las existentes en los países centrales.
El Estado
de Bienestar y el trabajo
Para Robert
Castel (1995) existen tres formas de relación del trabajo en la sociedad
industrial que constituyen a su vez tres modalidades de relación del mundo del
trabajo con la sociedad en general: la condición proletaria, la condición
obrera y la condición salarial.
La
condición proletaria era una situación de cuasi exclusión del cuerpo social y pieza
clave en el origen de la industrialización, pero su destino era trabajar para
reproducirse. La situación del obrero era totalmente diferente que la del
burgués, más que de jerarquía, era un mundo escindido por la doble oposición
entre capital y trabajo, y entre seguridad-propiedad y vulnerabilidad de masas.
La “cuestión social” consistía entonces precisamente en la toma de conciencia
de que esa fractura puesta en evidencia a través del pauperismo podía llevar a
la disociación del conjunto de la sociedad.
La
condición obrera tenía que ver con una sociedad encarada como un todo. En la
nueva relación salarial, el salario dejó de ser la retribución puntual de una
tarea. Aseguraba derechos, daba acceso a prestaciones fuera del trabajo
(enfermedades, accidentes, jubilaciones), y permitía una participación ampliada
en la vida social: consumo, vivienda, educación. Se retribuían las tareas de
ejecución, ubicándose en la base de la pirámide social. Pero al mismo tiempo se dibujaba una
estratificación más compleja que la oposición entre dominantes y dominados, una
estratificación que incluía zonas superpuestas en las cuales la clase obrera
vivía esa participación en la subordinación: el consumo (pero de masas), la
educación (pero primaria), los ocios (pero populares), la vivienda (obrera),
etc. A eso se debía que esa estructura de integración fuera inestable. En el
momento en que se estructura la clase obrera, también se afirma la conciencia
de clase: entre “ellos” y “nosotros”, no todo está definitivamente jugado.
La
condición salarial va unida a la sociedad salarial, que no significa ningún
triunfo de la condición obrera sino todo lo contrario, ya que el obrero fue
desbordado por la generalización del asalariado. Asalariados “burgueses”,
empleados, jefes, miembros de profesiones intermedias, el sector terciario: la
asalarización de la sociedad rodea al asalariado obrero y vuelve a
subordinarlo, esta vez sin esperanza de que pueda llegar alguna vez a imponer
su liderazgo. Si todos o casi todos son asalariados, la identidad social debe
definirse a partir de la posición que se ocupa en el salariado. La escala
social tiene un número creciente de niveles a los cuales los asalariados ligan
sus identidades, subrayando la diferencia con el escalón inferior y aspirando
al estrato superior. La condición obrera sigue ocupando la parte inferior de la
escala, o poco menos (están los inmigrantes, semiobreros, etc.). Si continuaba
el crecimiento, si el Estado seguía ampliando sus servicios y protecciones,
todo el que lo merecía podría también “ascender”. Significaba el mejoramiento
para todos, el progreso social y mayor bienestar. La sociedad salarial parecía arrastrada por
un irresistible movimiento de promoción ascendente: acumulación de bienes y
riquezas, creación de nuevas posiciones y de oportunidades inéditas, ampliación
de los derechos y garantías y
multiplicación de las seguridades y protecciones.
F. W.
Taylor profundiza la idea de la profesión-vocación
protestante. A la concepción ideológica del
trabajo-vocación planteada por Weber cuando analiza el papel histórico del
protestantismo, Taylor agrega e incorpora el saber y la tecnología
organizacional que permite incrementar la productividad del trabajo, reduciendo
los tiempos muertos. La “organización
científica del trabajo” no solo se apropia del saber concreto del
trabajador especializado y promueve una mayor explotación de la mano de obra
obrera e incluso administrativa (trabajadores de cuello azul y blanco) mediante
la imposición de los tiempos y los movimientos. Ello permite reducir los
tiempos muertos del trabajo humano durante la jornada de trabajo e incrementa
simultáneamente la productividad de las empresas. Es una gran contribución a lo
que Marx denominaba la reducción del tiempo de trabajo socialmente necesario
para producir una mercancía. (Neffa, J.C. 1990)
Pero desde una perspectiva
weberiana, el taylorismo y el fordismo necesitaron del incremento de la
burocracia para su implementación y reproducción. La organización científica del
trabajo, la cadena de producción y el mercado de masas incrementaron las
estructuras de apoyo de las organizaciones empresariales para garantizar su
reproducción. Las unidades de diseño y planeamiento, marketing y difusión, de
recursos humanos, apoyo administrativo,
mantenimiento, etc., terminaron generando costos directos e indirectos
que tendieron a atentar contra la ley del valor-trabajo, a la disminución del
tiempo de trabajo socialmente necesario y `por consiguiente al incremento de la
productividad. Estas condiciones internas de su reproducción explican, en
parte, el agotamiento de un modelo de acumulación capitalista, tan exitoso
durante décadas.
Con la crisis del fordismo,
desde la perspectiva del trabajo, se comienzan a implementar nuevas tecnologías
que replantean los procesos de trabajo, la división del trabajo y los modelos
contractuales. Comienza a suprimirse la división del trabajo manual e
intelectual, tiende a sustituirse el trabajo especializado por el denominado
polimodal o comienza a imponerse la flexibilidad laboral de la jornada de
trabajo y en la relación contractual. En los países centrales el trabajo
rutinario, repetitivo, fragmentado y de refuerzo de la división social entre el
trabajo intelectual y manual comienza a formar parte del pasado. Pero el
trabajo especializado, la rutina de la jornada, la incidencia de las
enfermedades laborales y la fatiga en la jornada del trabajo fueron factores
que tendieron a la baja de la productividad fordista y lo que es, en la hora
actual, más importante, a la baja de la calidad de los productos. Estos problemas, que dieron lugar
a la crisis del fordismo y permitieron generar las bases de un nuevo modelo de
acumulación capitalista en donde el trabajo pleno y registrado comienza a estar
en cuestión. (Neffa 1990)
A fines del siglo XX, estos logros se deterioran y
comienzan a aparecer problemas estructurales como el incremento de la
desocupación y la pobreza. Esta cuestión nos lleva a interrogarnos acerca de la
relación del capitalismo y el Estado keynesiano y de Bienestar.
Estamos ante la presencia de la crisis del empleo pleno.
Los nuevos procesos de trabajo no nos garantizan el empleo pleno, tienden a
flexibilizar al trabajo, y lo que es aún más grave, la idea de Polanyi de la
des-mercantilización del trabajo tiende a ser cada vez más utópicas.
DEL ESTADO DE BIENESTAR AL NEOLIBERAL
DE LA SOCIEDAD SALARIAL AL MODELO
FLEXIBLE
La posguerra iniciada en 1946 se caracteriza por la
expansión del Estado Plan, la consolidación e los aparatos del Estado de
Bienestar, por la producción y consumo de masas y por la “Guerra Fría” entre
los bloques socialista y capitalista. El acuerdo de Bretton Woods regula la
economía mundial capitalista a través del Fondo Monetario Mundial y el BIRF y
la moneda estadounidense se constituye en la divisa mundial. La experiencia de
la guerra consolida en las economías avanzadas el subsidio a la producción
agrícola y de materias primas que afectan gravemente a las economías
periféricas. El Estado Nación Plan se consolida a nivel mundial. La producción
y el consumo de masas con altos salarios predominan en las economías del
capitalismo central y se expande a través de las empresas multinacionales en
las economías periféricas acrecentando su acumulación gracias a las economías
internas de las naciones. En las naciones periféricas se da un doble proceso
político. Por una parte las nuevas naciones se conforman en el marco de la
lucha anticolonial y de la autonomía nacional y por otra parte, parte de estos
procesos políticos responden al modelo socialista.
En el capitalismo avanzado en cambio se consolida el
Estado de Bienestar, tanto por el contexto de la guerra fría, como por el papel
de la socialdemocracia y de los sindicatos industriales. Por otra parte,
comienzan a consolidarse los Bloques Económicos entre estados-nación. La Unión
Europea, el acuerdo del Sudoeste asiático, la Comunidad Andina, etc, son
algunos ejemplos que a la vez muestran resultados desiguales. La Comunidad
Europea tiene como pilares la unificación de los mercados de bienes y servicios
manteniendo la heterogeneidad de los respectivos mercados de trabajo para
facilitar la expansión de las empresas a mayor escala.
A principios de la década de 1970 se comienzan a
evidenciar los problemas del fordismo y del Estado Plan y/o Benefactor. El
presidente Nixon desvincula al dólar de la reserva oro y en 1973 la OPEP aumenta desproporcionadamente
el precio del petróleo generando una recesión económica a nivel mundial. La
rápida acumulación financiera de los países productores de petróleo se canaliza
principalmente a través del mercado financiero de Londres en gran medida a las
economías periféricas. Las principales economías latinoamericanas absorben un
endeudamiento importante. Al aumentar las tasas de interés, en un principio
baratas, se produce la crisis mundial de la deuda en 1982. A partir de allí, la
tasa de interés regula la economía mundial al arbitrar los flujos financieros y
las inversiones a escala mundial.
En este contexto de crisis en Inglaterra y en los EEUU se
cambia drásticamente la política económica. Tatcher y Reagan cuestionan el
déficit público y buscan mediante la desregulación económica y laboral, las
privatizaciones y los ajustes del gasto público junto a la reducción de
impuestos a las empresas, superar la crisis y el estancamiento con inflación.
Estas políticas van a tener una creciente aplicación en América Latina. Chile
es el primer país que aplica la política económica neoliberal junto a las
dictaduras militares de Argentina y otros países. Si bien Chile reorientó su
política en 1982 regulando los flujos financieros, en los años noventa se
generalizan estas concepciones en gran parte de estos países debido al
denominado “Consenso de Washington” y al papel del FMI y el Banco Mundial.
Las concepciones teóricas
Para Milton Friedman (1996) el Estado en términos
genéricos no es el principal obstáculo
del individuo y de la sociedad, si lo es el Estado de Bienestar. A diferencia
de los economistas neoclásicos, Friedman plantea que el Estado tiene roles
fundamentales en la preservación y desarrollo del mercado libre. De hecho, este
autor es el principal fundador de la nueva economía política
predominante a partir de las décadas del ochenta y noventa. Su preocupación
central es cómo evitar la amenaza del Estado de Bienestar a la libertad de los
individuos y de las empresas y cómo hacer posible que el Estado sea en cambio su
garante.
La contribución de Friedman al pensamiento económico y
político de fin de siglo es rescatar categorías del pensamiento neoclásico
reinterpretándolas para analizar y contribuir al desarrollo del capitalismo
competitivo. Por este concepto entiende la organización de la
actividad económica mediante la empresa privada operando en un mercado libre. Que
es a su vez, un sistema de libertad económica y de condición necesaria para la
libertad política. El mercado es la fuente generadora de la libertad de los
individuos y el Estado su garante. Su unidad de análisis es el individuo-ciudadano y la empresa privada.
Ellos son la fuente y garantía de la libertad. Este concepto de libertad es amplio y complejo, ya que a la libertad
económica y de mercado las une a las libertades políticas y civiles. En este
sentido el individuo y la empresa son fuente y garantía de la libertad y el
Estado sólo debe garantizarla evitando que otros individuos hagan uso de la
fuerza en su provecho. En este sentido recobra el pensamiento de Locke.
Para este autor sólo el individuo garantiza la variedad y
diversidad y por ende el progreso.
El Estado no puede garantizar el progreso y a mayor actividad y diversidad del
Estado, mayor será la mediocridad y el estancamiento de la sociedad.
A partir de este problema, Friedman se
pregunta acerca del papel que debería tener el Estado en una sociedad libre y
de mercado. El Estado debe proteger la libertad y garantizar la ley y el orden.
En este sentido, reivindica el pensamiento de Locke, el pensamiento económico neoclásico
y la tradición liberal americana. Pero agrega que el nuevo rol del Estado es
hacer cumplir los contratos privados
y fomentar los mercados competitivos.
En este sentido, el Estado debe intervenir en la actividad económica
garantizando la institución clásica del contrato y de una de las condiciones
necesarias de la “legitimidad” del capitalismo: la competencia. La nueva política económica debe garantizar la “correcta”
reglamentación de los derechos de propiedad y limitar los efectos
de vecindad. En este aspecto, Friedman cuestiona el exceso
regulatorio del Estado por considerar que afecta al libre mercado y, por ende,
a la propiedad y a la libertad. El Estado no debe tener un rol activo en la
producción de bienes y servicios, debe regular las actividades económicas lo
menos posible y no debe reglamentar los derechos de las minorías que
interfieran en las actividades mercantiles (garantizar cupos de empleos para
minorías raciales, etc.). El mercado y la empresa privada e incluso las
monopólicas pueden realizar estas acciones con más eficacia que el Estado.
Friedman si es un feroz crítico del Estado de
Bienestar al punto de colocarlo en un nivel similar al Estado Feudal, al
señalar que: “el Estado es el dueño y señor y el ciudadano el criado o sujeto”.
Considera que este tipo de Estado amenaza la libertad de los individuos, impone
los criterios de las mayorías sin respetar a las minorías, amenaza la natural
distribución de los ingresos que surge del mercado otorgando privilegios a
través de políticas sectoriales, concentra el poder en los sectores que
controlan al Estado central o nacional, afecta cuestiones vinculadas a la
libertad y la propiedad de los individuos y cuestiona su rol de productor
económico y las regulaciones que fomentan los efectos de vecindad (efectos
sobre terceros a los cuales no se puede cobrar o recompensar, ej. impuestos a
los combustibles para construir carreteras que no van a ser usadas por todos
los contribuyentes). La concentración del poder por parte de las mayorías en el
Estado y no tanto su rol, es la verdadera amenaza al individuo y su libertad, a
lo cual contribuye el juego político que favorece a las mayorías en detrimento
de las minorías.
El Estado “ideal” para Friedman es un “Estado mínimo” que
además de la libertad, la ley y el orden garantice la propiedad y el
capitalismo competitivo. Pero también cuestiona al Estado nacional o central.
Propone la descentralización del Estado nacional en los niveles estaduales y
municipales. Se trata de un Estado limitado y descentralizado
en cuanto a sus esferas de acción y roles. Pero que debe intervenir en la vida
económica fomentando una política desregulatoria y garante de los contratos.
Un Estado, en tanto limitado y
descentralizado garante de la libertad, la propiedad privada y que fomente el
capitalismo competitivo es la propuesta de Friedman. En este sentido, el eje
central de su pensamiento es que el principal rol del Estado es el de garante
de la propiedad como fuente de libertad, ya que el Estado socialista es la
antítesis, ante la inexistencia de propiedad individual y las dictaduras
militares latinoamericanas pueden ser justificables si garantizan la propiedad
de los individuos y las empresas, aunque limiten o cercenen las libertades
políticas y civiles. En cambio, un Estado que limite el capitalismo competitivo
con reglamentaciones al derecho de propiedad buscando redistribuir ingresos,
privilegiando a los grupos por sobre los individuos y fomentando acciones que
aumenten los efectos de vecindad, es un Estado que afecta a la libertad. Un
Estado socialista que suprime la propiedad es la antítesis de su modelo, pero
un Estado que garantice la propiedad y el capitalismo competitivo aunque limite
las libertades políticas debe aceptarse como un mal menor. Es evidente que el
pensamiento de Milton Friedman ha tenido una influencia decisiva en las dos
últimas décadas. Su pensamiento se centra en el individuo, la empresa y en la propiedad y la libertad.
Desde esta concepción se produce un
cambio de paradigma científico e ideológico. La sociedad civil y el Estado Plan son categorías que pierden entidad
e importancia. Sólo el individuo y las empresas son las fuentes de las
libertades y la propiedad y la libertad vuelven a constituir una unidad al
igual que en el siglo XVIII y, al igual que en el siglo XIX solo el
mercantilismo asegura el futuro. La tradición
liberal del orden y del progreso se sitúa en el marco del nuevo capitalismo
competitivo.
Otra cuestión relevante se relaciona con la política. El
Estado limitado y descentralizado
minimiza en sus acciones el papel de los partidos políticos. La
municipalización da lugar a alternativas (vecinalismos, etc.) que limitan el
accionar de los partidos. La clara reglamentación de la propiedad, la garantía
de los contratos, el juego del libre mercado y de los ingresos y la
desregulación reduce claramente el rol de los partidos y de la política. Por
último, la nueva política económica otorga a los “especialistas” un rol central al cual deben subordinarse los políticos.
En materia de política económica los tecnócratas suplantan a los políticos y
las garantías contractuales limitan el papel de los partidos al de poder de policía de reglas ya dadas.
En síntesis, el individuo y las
empresas tienen más entidad que la sociedad y el Estado. En la medida
que el Estado garantice la propiedad y los contratos, el capitalismo
competitivo garantizará el progreso y la mejor asignación de los ingresos. Más
allá de los valores implícitos y de su verdad científica, esta teoría tuvo importantes
implicancias e influencia en los años recientes.
La crisis del modelo de acumulación fordista
y del Estado de Bienestar, a principios de los setenta, dio lugar al proceso de
reforma estatal que se implementó en las décadas de los ochenta y los noventa.
En un primer momento, la cuestión se centró en una reforma que planteaba “menos Estado”. El Estado debía, en el
sentido friedmaniano, eliminar su rol productor y regulador. Se planteaba menos
Estado a lo cuál se agregaba el tema de la cuestión fiscal (James O´Coonor,
1985). El Estado debe
equilibrar las cuentas fiscales y garantizar la moneda En este sentido también
la influencia del pensamiento de Friedman es central: el Estado debe garantizar
la propiedad y el valor de la moneda para que tenga un efecto neutral en la
actividad económica. La
cuestión era más mercado y menos Estado.
Desde esta perspectiva, el pensamiento de Friedman tuvo una clara influencia ya
que no sólo se cuestionaba al Estado de Bienestar sino que se planteaba un
nuevo modelo de articulación entre el
mercado y el Estado.
Las denominadas reformas de “primera generación”
planteaban menos intervención estatal en el mercado, desregulación de los
mercados y menos bienestar social al reemplazar a las políticas universales
(seguridad social) por las políticas focales.
Si bien
en la década del treinta, más Estado fue la respuesta para la resolución de la
crisis y en los años setenta la idea de “menos Estado” parecía ser la solución
al estancamiento económico.
El neoliberalismo plantea menos
Estado productor, distribuidor y regulador pero más Estado garante de la
propiedad y del capitalismo competitivo. Pero ante las distintas respuestas
frente a la crisis, por parte de los distintos modelos de los capitalismos
emergentes surgieron preguntas acerca de las distintas respuestas exitosas de
modelos capitalistas diferenciados.
Además,
de la escuela de regulación y del institucionalismo francés, surgió el
neo-institucionalismo y el análisis comparado americano para intentar analizar
estas diferencias.
Es así que las reformas denominadas de “segunda
generación” se basan en la cuestión de la “calidad” de las
instituciones y en las “reglas de juego”. Otro problema importante es el de la
“convergencia”.
Este problema se da tanto entre los países industrializados centrales como
entre los desarrollados y los subdesarrollados. (Suzanne Berger 1996). Los autores que plantean el
problema otorgan calidad explicativa a la historia y a la política (politics).
Se pasa así de la cuestión de “menos Estado” al problema
de un Estado “mejor”. La calidad
institucional del Estado y de las entidades económicas pasa a ser el tema
central.
Pero también subyace un problema más profundo: la
economía interconectada de la tríada USA, Japón y Alemania (ILE) más las
economías “agresivas” reprime a los consumidores y corporaciones y ha hecho
desaparecer las fronteras nacionales. La globalización aparece así como una
cuestión amenazante. El G 7 es una nueva “pax europea” y un posible final para
la autonomía nacional. (Berger 1996)
Las estrategias
de desarrollo e industriales comienzan a ser temas de agenda política y
científica. Tanto los analistas neoliberales, los neo- institucionalistas y aquellos
vinculados al análisis comparado del problema mercado y el Estado, se plantean
estas cuestiones.
Los neoliberales plantean el problema de la efectividad
de las políticas. Ponen énfasis en sus logros: “la política es sus
resultados” Gerald Meier (1991).
Se trata de una visión economicista que parte de la idea de que la nueva
economía política (NEP) es correcta en su concepción, pero que la burocracia estatal la deforma en su
implementación, lo cual da lugar a resultados pobres o negativos (la idea de la
caja
negra). Los economistas de una concepción neoliberal tienen un diagnóstico
correcto de las políticas pero, los aparatos estatales afectan el impacto
positivo de las mismas. En algún sentido, Paul Hirsch (1992) cuestiona
el predominio del pensamiento “limpio” de los economistas y reivindica la
visión más “crítica y empírica” propia de los sociólogos.
Los neo institucionalistas y su corriente histórica
plantean la importancia de las
instituciones y de las reglas de juego y de las políticas estatales Fred
Block, Hall y Kathleen Thelen y Sven Steinmo (1992). La calidad institucional y las particulares articulaciones
que se observan en los estados nacionales explican como frente a la misma
crisis, pueden existir respuestas de política económica nacional exitosa o no.
Las instituciones estatales y las económicas (capital y trabajo)
y sus articulaciones explican el éxito de las políticas de competitividad. Steven
Vogel (1996) rescata el papel del Estado y de sus actores en la política
de desregulación y re-regulación. A la primera oleada de
desregulación de los mercados surge la re regulación y en ésta los integrantes
del Estado tienen un rol central al presentar una mayor autonomía frente a las
presiones del mercado y de los lobby o grupos de interés. En este sentido,
Vogel rescata el concepto de servidor
público cuestionado por el neoconservadurismo.
Los neo institucionalistas reconocen que el mercado presenta “fallas”. La
asimetría en la información, las incongruencias que pueden observarse entre la
racionalidad individual y la del conjunto social y el problema del interés común
que debe garantizar el Estado son temas importantes en sus análisis. El
problema de la racionalidad individual y el del interés común que debe
garantizar el Estado y su entramado institucional presentan flancos
cuestionables.
La racionalidad de los individuos revalorizada por
Friedman y sus seguidores, es una
racionalidad basada en la elección de los medios (relación costo beneficio) y
no en las metas u objetivos, los cuales pueden ser variables y múltiples. La
racionalidad de los medios pasa a ser el eje central de la conducta individual
y luego trasladable a los grupos de interés Mancur Olson (1998). Es interesante estudiar como Gary
Becker (1987) lleva este principio al análisis del matrimonio ya que, de su
estudio se desprende que la racionalización mercantil abarca las distintas
dimensiones de la vida humana. Pero este principio desconoce conductas
racionales e irracionales ya planteadas por Weber. En este aspecto Hirsch
(1992) al rescatar al pensamiento sociológico frente al económico está cuestionando
esta concepción del individuo y de la sociedad. No se puede desconocer el
impacto de este pensamiento racional mercantil en las personas, pero no es la
única dimensión que explica la conducta social de los individuos.
En cuanto al concepto del interés “común o general” que debe garantizar el Estado si bien
fue siempre tema de debate, a partir de los setenta y en especial con el
predominio de la globalización continúa siendo un problema de importante
definición. El pensamiento neoconservador reducía este concepto a la libertad y
propiedad de los individuos y de las empresas y a su complemento conceptual, la
competencia. La NEP
avanzó al plantear la importancia de los resultados de las políticas públicas y
el neo institucionalismo lo complejizó al presentarlo como resultado de una
compleja articulación entre el Estado, las organizaciones empresarias y
sindicales y de su articulación con el mercado mundial. Pero en última
instancia, la preeminencia de la lógica del mercado por sobre la multiplicidad
de intereses de la sociedad y el papel del Estado limitado principalmente a ser
garante de la libertad-propiedad y del capitalismo competitivo frente a
sociedades que se dualizan (A. Guiddens
1996) son el límite para este tipo de abordaje.
De todos modos, el planteo de la efectividad y los
resultados de las políticas y el problema de la regulación y la calidad
institucional de los países continúan siendo temas relevantes. El
institucionalismo histórico plantea algunas cuestiones importantes como son los
antecedentes históricos, el papel del Estado y el de las organizaciones
sociales vinculadas a la actividad económica. En este sentido, quizás sin
proponérselo, recobran valor concepciones anteriores como la importancia de la
organización y la calidad de la fuerza de trabajo y las políticas activas del
Estado frente a la globalización. En tanto, Vogel, revaloriza el papel del Estado
re regulador ya que frente a un escenario dinámico la regulación
estatal (o regional y supranacional) seguirá teniendo según él, un papel
central aunque diferente a la etapa anterior.
Por otra parte, desde el punto de vista teórico y
metodológico el neoliberalismo y el neo institucionalismo y el análisis
comparado plantean interesantes aportes a la cuestión de la articulación entre
el mercado y el Estado. La contribución más importante es el estudio de las variables meso o “intermedias”, el
estudio detenido de las políticas públicas y el de la articulación
institucional, ayudan a entender, en el
análisis de casos, las particularidades y diferencias, aspectos que
pueden “perderse” cuando sólo se limita el análisis del problema a la cuestión
macro (ej. :globalización). De todos modos este nivel de análisis no debería
desconocerse, en especial cuando se
estudia el problema de la “convergencia”
entre los países centrales y
periféricos.
Si bien, el estudio de casos es muy importante, es
cuestionable como se “toman o asimilan”
categorías, conceptos, etc., de otras corrientes teóricas (Boyer,
Albert, etc.) con cuestionable rigor científico. Lo cuál podría evidenciar que el utilitarismo no sólo impacta
ya no sólo en todas las relaciones mercantiles, sino que influye en ciertas
concepciones del “pensamiento científico” y en las ciencias sociales.
La Economía Global
Frente a la crisis de los años 70 aparecen distintas
experiencias neo-industriales entre las que se destacan las NICs, la
especialización flexible (Flex Spec) y la producción de calidad diversificada.
Los países del
sudeste asiático promueven un modelo exportador basado en productos
estandarizados (commodities) a bajo costo que ponen en crisis a las
producciones de los países del norte. Estos modelos se basaban en sociedades
tecnológicas promovidas por el Estado y en bajos costos salariales.
Para Michael Piore y Charles Sabel (1993) la
década de los años 70 se caracteriza por la
“segunda ruptura industrial”
y es producto de una crisis o ruptura que define el rumbo que va a tomar el
desarrollo tecnológico y por ser el marco de las crisis de la regulación
keynesiana. Para los autores, la primera ruptura industrial se produjo en el
siglo XIX con la difusión de la producción en serie de las grandes empresas.
Proponen dos estrategias para resolver la crisis. Una seria un keynesianismo
universal que contempla a los países periféricos como salida para la producción
en serie y la otra, los sistemas de especialización flexible. El keynesianismo
universal propuesto fue reemplazado en los hechos por la hegemonía
neo-liberal.
Los sistemas de producción flexible se
caracterizan por la producción de series cortas facilitadas por la tecnología
informática que permite operar los equipos adaptando las operaciones mediante
nuevos programas (software). Esto es muy importante ya que los ciclos de vida
de los productos son muy breves. Este modelo industrial se basa en la
innovación permanente. Para Piore y Sabel la difusión de la producción flexible
depende de la creación de instituciones de regulación micro y macroeconómicas
durante la nueva trayectoria tecnológica. La micro-regulación
consiste en hallar respuestas institucionales para coordinar la innovación. Las
cuatro formas de la micro-regulación son: la flexibilidad más la
especialización, la entrada limitada, el fomento de la competencia y los
precios y la identidad. El principal problema para este modelo productivo es
lograr obtener un modelo de cooperación
que a su vez mantenga la competencia. En cambio, para los autores, la
producción flexible permite una mayor adaptación a los mecanismos
macro-reguladores neoclásicos que predominan a escala global.
Por último, plantean la existencia de cuatro modelos
de producción flexible: los conglomerados regionales de
pequeñas empresas independientes, los grupos federados de grandes
empresas vagamente aliadas (Japón), las empresas “solares” que
poseen empresas más pequeñas en órbitas estables (Estados Unidos y Alemania) y
las fábricas-taller grandes empresas que se organizan internamente
como talleres). Entre los conglomerados regionales se destacan los distritos
industriales especializados del norte de Italia. Estos conglomerados
son básicamente socio-céntricos (Ricardo
Domínguez 1996) y en donde las variables socio-culturales son centrales
para la conformación de instituciones
de cooperación (Italia, New York).
La producción de calidad diversificada
está basada en una economía en donde la dimensión social del lado de la oferta
es central Wolfgang Streek (1956). Estos modelos requieren para su emergencia y supervivencia
de instituciones fuertes que no sean
del mercado y que modifican la racionalidad individual del mercado y el
control directivo unilateral y que a su vez logran una gran eficiencia. Para
Streek, un modelo de producción y empleo institucionalmente “saturado” y
políticamente negociado, puede ser posible y competitivo en una economía
mundial abierta. El autor define dos modelos diferentes de producción
diversificada de calidad. Los productores artesanales que
extienden su volumen de producción sin sacrificar sus altos estándares de
calidad y los diseños personalizados del producto y los productores en masa
que se mueven upmarket actualizando
el diseño y la calidad de sus productos y aumentado su variedad para escapar de
la competencia vía precios o por la reducción de los mercados masivos.
Los requisitos de la economía y de las empresas para lograr
la calidad diversificada son: una ecología organizacional, la presencia de
capacidades redundantes y una amplia oferta de entradas. Estos requisitos crean
costos difusos de difícil medición en términos clásicos. Estas sociedades
industriales requieren de una rica estructura institucional capaz de imponer
límites sociales sobre los participantes racionales del mercado y para crear
oportunidades eficaces para que las empresas se reestructuren hacia una mayor
diversidad y calidad.
La globalización se caracteriza por
la multiplicidad de interconexiones entre los estados y las sociedades que
construyen el sistema mundial. Se caracteriza por la escala global y la
intensificación de la interacción entre las naciones. Se diferencia de la internacionalización
(intercambio de bienes y personas) y de la multinacionalización
(transferencias de capital y trabajo) Ricardo Petrella (1996).
Desde
el punto de vista económico, la globalización se caracteriza por la
mundialización de los mercados financieros, la internacionalización de las
estrategias empresariales, la difusión tecnológica, de I&D y del
conocimiento y por el cambio en los patrones de consumo (cultura de productos).
Desde la perspectiva política, la globalización se caracteriza por la
internacionalización de las capacidades regulatorias en un sistema económico y
político global y por la reducción del rol de los gobiernos nacionales en el
diseño de las reglas. 1996). Para
R. Petrella, los
grandes conglomerados financieros e
industriales globales son los principales actores del mundo global. Sus
intereses estratégicos no se relacionan con las necesidades nacionales. La
legitimidad política y social del Estado para asegurar el desarrollo
socio-económico está en riesgo, por lo cual los estados delegan en las grandes
empresas la capacidad de asegurar el desarrollo. A pesar del predominio de la
concepción de “más mercado y menos Estado”, estos conglomerados requieren
apoyos y servicios de los estados. Estos apoyos son: cubrir la infraestructura
básica, proveer incentivos impositivos para invertir en I&D y en
innovación, garantizar el acceso privilegiado al mercado interno y asistencia
para competir en los mercados internacionales. En este sentido, para el autor,
el dueño del capital todavía sigue siendo importante y la principal
contradicción es entre el debilitamiento de las bases del capitalismo nacional
y el creciente poder del capitalismo global.
Para Michael Porter (1990) en cambio, el
papel de la Nación en la competitividad mundial es muy
importante. “Las formas en que las empresas crean y mantienen la ventaja
competitiva en los sectores mundiales brindan la necesaria base para comprender
el papel que la nación desempeña en este proceso”. La competencia es un
concepto dinámico e implica un constante cambio. La mejora y la innovación son
procesos que nunca terminan. Exigen inversiones continuas para detectar las
orientaciones del cambio y para ponerlas en práctica. Para analizar la
competitividad de una nación se debe determinar la naturaleza de la competencia
y las fuentes de la ventaja competitiva
de los sectores y entre los segmentos de un sector. La otra cuestión,
es observar porqué una nación es la base
central para competir en un sector. En esa base nacional tiene lugar el
desarrollo de los productos, de los procesos centrales y es la plataforma para
la estrategia mundial. El entorno favorable que hace a una nación competitiva
se basa en cuatro atributos: a) las condiciones de los factores (mano de obra
especializada, infraestructura), b) las condiciones de la demanda (interior),
c) los sectores afines y de apoyo competitivos y d) la estrategia, estructura y
rivalidad de las empresas (como se crean, organizan y gestionan las empresas y
la naturaleza de la competencia doméstica).
Desde este punto de vista, el Estado no tiene un papel
determinante. Pero para Porter, el rol del Gobierno es influir en los cuatro
determinantes que hacen al entorno favorable. Las intervenciones y regulaciones
afectan a los mercados de capitales, a las inversiones, etc., y el gobierno
influye a través de políticas como la educativa, las compras gubernamentales e
incidiendo en la demanda. Sin embargo, Porter también señala que las políticas gubernamentales pueden ser
tanto positivas como negativas, para influir en cada uno de los
cuatro determinantes.
Los Estados nacionales pierden capacidad de regulación
e intervención frente a las organizaciones internacionales (OMC y otras), por
la existencia de los bloques regionales y por la mundialización de los
conglomerados empresariales. Pero las naciones competitivas se caracterizan por
la existencia de estados
intervencionistas en el desarrollo empresarial, bajo nuevas modalidades, y
por el peso de un entramado institucional en donde los actores no estatales
tienen una importancia central. Existen experiencias socio-céntricas en donde
los actores empresariales, sindicales y los estados regionales (estaduales,
provinciales, municipales) tienen un rol central y explicativo. Otras
experiencias, en cambio, son estado-céntricas como en el caso de Japón. Porter
plantea que el Estado contribuye pero no explica la competitividad de una
nación y Petrella advierte sobre la influencia de la gran empresa por sobre el
Estado nacional y por la pérdida de su capacidad para dirigir el proceso de
desarrollo.
Los bloques regionales asumen en mayor escala el papel
político de regular e intervenir en los mercados. Permiten a las empresas
desempeñarse a una escala mayor y hacer uso de las diferencias en los costos
laborales existentes en sus países miembros como ocurre en la Unión Europea , en el
NAFTA y con Japón en la ASEAN.
La innovación en materia de tecnologías, productos y
procesos y la producción flexible tiene como fuente principal a la empresa, sea
multinacional o de origen artesanal. Pero el Estado y las nuevas formas
institucionales también contribuyen a la innovación haciendo competitivos a
ciertos sectores productivos. Pero las políticas gubernamentales también pueden
ser negativas para favorecer la competitividad. Si bien la globalización
implica una regulación basada en el libre mercado, los modelos de producción
flexible y de calidad diversificada se asientan en sectores de naciones cuyos
estados y entramado institucional tienen en la micro-regulación un prerrequisito central para el logro de la
competitividad.
La flexibilidad productiva y laboral
La crisis del keynesianismo en la década de los años 70 refleja los
límites que se fueron observando en la producción en serie fordista. “Los neo-keynesianos
no podían oponerse a los neoclásicos que planteaban la desregulación de los
mercados de los productos y del trabajo y el retorno al minimalismo institucional
del mercado y a la jerarquía de las empresas. (Streek, 1956)
La globalización da lugar al surgimiento de nuevos modelos de producción
neo-industriales. Estos modelos se basan en la flexibilidad tecnológica y
organizacional que permite a las empresas obtener una mayor competitividad en
el mercado global. Estos modelos son una respuesta a la crisis de los años 70 y
a la creciente influencia del neo-liberalismo y por
consiguiente, la flexibilidad se transforma en un prerrequisito para la
construcción de la competitividad de las empresas y de sectores en distintas
naciones. La producción flexible se constituye en una nueva estrategia
empresarial que facilita un nuevo proceso de internacionalización de la
economía.
Los Estados en donde surgen estos modelos
neo-industriales se reorganizan transformando sus modalidades de intervención y
de regulación. (Berger y
Vogel). Además, en esas naciones existe un entramado institucional que promueve la producción flexible (Piore
y Sabel) y de calidad e incluso con altos salarios (Streek).
En los países del capitalismo avanzado, las PyMES competitivas son posibles
por la transformación de las políticas estatales y por los nuevos roles que
asume el sector privado. El Estado promueve la intervención pública y privada,
descentraliza la implementación de las políticas, es facilitador y promueve
nuevas formas de financiamiento que cuidan a su vez el equilibrio fiscal. El
sector privado se asocia y coopera a escala y participa en el diseño de las
políticas para el sector. (R. Domínguez, 1996)
La globalización implica una menor autonomía de los Estados-Nación pero
promueve a su vez la construcción de los bloques regionales. Naciones como Japón, Alemania, Italia y
Estados Unidos poseen sectores productivos flexibles exitosos e instituciones
estatales, empresariales y sindicales que constituyen un entramado
organizacional que las hace competitivas. Además, esas naciones integran
bloques regionales que regulan e intervienen en la economía de un conjunto de
naciones. Estados Unidos es el país desarrollado con mayor predominio de
políticas neo-liberales, en especial en materia financiera y comercial, pero
mantiene una fuerte política intervencionista en materia agropecuaria y en las
industrias bélica y aeroespacial.
El problema de
la convergencia entre los países desarrollados y los subdesarrollados
En las décadas de los años 80 y 90 existió
convergencia de la política económica entre los países desarrollados del norte
con los países en desarrollo del hemisferio sur. Esta convergencia se asentó en
la lógica del libre mercado de “más mercado y menos Estado”. La estabilidad
macroeconómica y el ajuste estatal fueron los ejes de las reformas en América
Latina. La divergencia aparece en las características del modelo de desarrollo
económico y en especial en la política industrial, tanto entre los países
desarrollados como en los países en vías de desarrollo, y como entre los distintos
países de Latinoamérica. Por otra parte, frente a la hegemonía neo-liberal cuyas bases se encuentran en el “Washington
Consensus” el neo-estructuralismo y el neo-institucionalismo plantearon los
límites y críticas al ajuste neo-liberal en la periferia.
La globalización
implica la pérdida de la importancia de los países del capitalismo periférico
en la economía mundial, al perder peso en el comercio mundial y en la recepción
de las inversiones en favor de los bloques desarrollados. Por otra parte la
globalización financiera y la internacionalización de las capacidades
regulatorias de las naciones a favor del sistema global (ej. La tasa de
interés) y el predominio de los conglomerados mundiales (Petrella, 1996), quitó instrumentos de políticas
económicas a las naciones en desarrollo, aún en mayor medida que en los países
desarrollados. Petrella plantea que la globalización favorece a la tríada (U.E.,
E.E.U.U. y Japón) y genera un proceso de exclusión creciente para los países en
desarrollo. Esta “desligación” (¿desconexión?) implica una división mundial
cada vez más desigual. Ante esta visión pesimista, el autor se pregunta sobre
la viabilidad futura del proceso de globalización frente al surgimiento de
futuros conflictos políticos, nacionales o internacionales.
En este escenario, desde los países desarrollados
predominó la visión de la reducción del
Estado en Latinoamérica como solución a sus recurrentes crisis de
balanza de pagos. Rudiger Dornbusch y Sebastián Edwards (1992) señalan que los países latinoamericanos
sufren la “repetición de ciclos económicos irregulares y dramáticos” con graves
consecuencias políticas y sociales. Los gobiernos populistas procuran el
crecimiento y la redistribución descuidando la estabilidad macro, lo cual
genera inflación y el colapso del programa. Esto se resuelve con programas de
estabilización fiscal, generalmente a cargo de gobiernos autoritarios. Esta
visión del populismo latinoamericano otorga poco peso al análisis de las
características del sistema productivo (agro, industria y exportaciones) y al
problema de la muy importante desigualdad de ingresos. Cuestión que, sí es
planteada por algunos organismos multilaterales que señalan por ejemplo la
enorme distancia en la pirámide de ingresos respecto a otras regiones, como el
sudeste asiático. Por otra parte, el papel de la eficacia de los gobiernos
militares en los programas de estabilización es cuestionado por autores
neo-institucionalistas (Stephan Haggard y Robert Kauffman, 1995). La década de los años noventa
muestra que los gobiernos democráticos y los partidos populistas han llevado a
cabo importantes programas de ajuste neo-liberal.
Estos programas de ajuste se basan en el denominado
programa del Consenso de Washington (1988) que constituye la base de la
política económica que el FMI y el Banco Mundial, junto al BID, promovieron en
la región. Los principales puntos del Consenso son: la disciplina fiscal, la
liberalización financiera, la desregulación, la liberalización del comercio
exterior, la apertura a la inversión externa y las privatizaciones. Es decir,
ajuste de las cuentas fiscales y apertura al comercio mundial, al capital
financiero y a la inversión externa. La apertura junto a la política de
protección a los derechos de propiedad, favorece a los grandes conglomerados
globales. La tasa de cambio competitiva tuvo una aplicación más controvertida,
porque la prioridad fue el ajuste fiscal y monetario. Curiosamente, la reforma
del gasto público que, como muy bien plantea John Williamson (1996), se caracteriza por un muy
importante gasto militar, los subsidios indiscriminados y los elefantes
blancos, “tienen más recursos que el retorno que pueden justificar”, sufrió
pocos cambios, como puede observarse en el gasto militar de Argentina, Brasil y
Chile. En cambio, la propuesta reorientación del gasto hacia la educación, la
salud y la infraestructura no se vio sensiblemente mejorada.
Si bien John Williamson (1996) niega que
el Consenso tenga una impronta neo-liberal, el autor reformula posteriormente
las propuestas originales. La nueva agenda prioriza la competitividad frente a la
estabilización. Esta concepción competitiva se asienta en la
institucionalización de competencias estatales tales como un Banco Central
independiente, la justicia independiente, organismos de promoción de la
productividad y en el fortalecimiento de la supervisión bancaria. La reforma
impositiva debe contemplar aspectos distributivos y del cuidado del medio
ambiente. Además, continúa planteando la reorientación del gasto público y
destaca la importancia del gasto educativo. Para Williamson estas políticas
generarán empleo y, junto al gasto educativo, atemperaran la “mayor desigualdad
de ingresos del mundo”.
Para Haggard y Kaufman (1995), el fortalecimiento de las instituciones
del mercado requiere de una disminución
del poder del Estado, pero con un refuerzo de sus capacidades administrativas.
En este sentido, no se comprende como se pueden fortalecer las capacidades de
las burocracias debilitando a su vez, las instituciones políticas y sus capacidades
de regulación del poder. En esta concepción subyace la visión de que el
autoritarismo (burocracias militares) es garante de la estabilidad
macroeconómica, frente al populismo. Aunque los autores reconocen que ahora los
gobiernos militares ya no son garantía para el ajuste o estabilización
neo-liberal, plantean que en esta etapa, sí lo serían los elencos técnicos.
Carlos Bresser Pereira (1993) critica
al programa del Consenso de Washington porque se limita a reducir al Estado y a
lograr la estabilidad macroeconómica. Señala que el enfoque de política
económica parte de un diagnóstico erróneo, al descuidar la importancia de la crisis fiscal y de la deuda externa.
La crisis fiscal es la expresión o consecuencia de políticas erróneas para
prolongar el modelo de sustitución de importaciones y por el consiguiente
endeudamiento que imposibilita, desde los años ochenta, la reconstrucción del
ahorro público. El autor reconoce la importancia de reformar al Estado con una
nueva concepción estratégica frente al predominio de la nueva economía mundial,
pero sin la reconstrucción del ahorro público el crecimiento económico no
estará garantizado.
El análisis de la crisis fiscal no solo es importante
por su impacto fiscal (en Argentina en once años se dictaron tres leyes de
emergencia económica y varias
complementarias de consolidación de deudas) sino porque, implicó la
aniquilación de los aparatos del Estado para generar políticas, regular y
controlar (ej.: instituciones laborales de Argentina). En este sentido los
Neo-institucionalistas no estudian suficientemente esta cuestión y en cambio,
ponen énfasis en sus análisis en aspectos como el liderazgo, las diferencias
entre el poder ejecutivo y el legislativo, el papel de las coaliciones y de
otras variables meso. Estas pueden tener importancia como cuestiones
intervinientes, pero no explican la magnitud de los ajustes fiscales observados
luego de las crisis fiscales de Argentina, Brasil, Bolivia, e incluso Chile en
la primera fase de los años setenta.
De todos modos, a la primer etapa de hegemonía
neo-liberal basada en la reducción del Estado y la estabilidad económica
planteada por el Consenso de Washington, le siguió una segunda fase que,
comienza a enfocar la cuestión en nuevos roles estatales y en una nueva institucionalidad
para lograr la competitividad.
El desarrollo económico en Latinoamérica tiene límites
no suficientemente tratados como el problema de la redistribución de los
ingresos, la reorientación del gasto público, la construcción de la institucionalidad
y la resolución de la crisis fiscal y del endeudamiento. Por otra parte, se
observa la dificultad para la construcción de organizaciones socio-céntricas,
como el caso italiano, y el fracaso de los bloques regionales, como el Pacto
Andino y la crisis del Mercosur, el cual se limitó a una unión aduanera.
Algunas cuestiones sin embargo, comienzan a ser planteadas como la necesidad de
políticas micro-económicas para perseguir metas de redistribución (Dornbusch y
Kaufman). Aún, la resolución de la deuda, el aumento del ahorro público
(Bresser Pereyra) o el aumento de las reservas para la inversión productiva
(Williamson) son cuestiones no resultas.
El caso chileno es puesto como
ejemplo de un modelo de desarrollo exitoso, por todas estas concepciones teóricas.
El ajuste neo-liberal implementado en Chile desde 1973 culminó a principios de
los ochenta en una importante crisis fiscal. A partir de allí, se planteó una
reorientación de la política económica mediante la cual el Estado tuvo un papel
central en la promoción de sectores empresarios y en la exportación de nuevos
productos. Además, su elevado ahorro interno basado en la renta minera,
resguardando a su vez el flujo externo de capitales financieros, le permitió a
Chile reducir la dependencia con el endeudamiento externo. Sin descuidar
aspectos fiscales y macroeconómicos, el Estado es intervensionista en materia
de desarrollo. En esta etapa, la reforma estatal y la modernización
institucional permitió una mayor eficacia de las políticas públicas, pero aún
no resolvió la cuestión del elevado gasto militar ni de la redistribución de
los ingresos.
Conclusiones
En la actualidad parecen prevalecer nuevamente los
principios lokianos del individuo y la economía y de los límites que se deben
plantear frente al accionar de la política. También, parecen existir los
aspectos negativos planteados por Weber y Marx respecto al funcionamiento de la
economía capitalista y del Estado liberal. La tesis de Schumpeter del
agotamiento de la capacidad innovadora del capitalismo aún no parece
verificarse completamente, ya que en los últimos treinta años existió un cambio
cualitativo en lo tecnológico y organizacional. En cambio. se cuestiona, a fin
de los años noventa, el papel del Estado desde una perspectiva neokeynesiana frente
a las desigualdades sociales crecientes originadas por la nueva economía. En
este sentido no parece refutada la tesis de Marx de la creciente riqueza de la
economía y la creciente pauperización de la humanidad.
Lo cual nos lleva a formular la pregunta subyacente en
varios de estos autores: ¿Cómo garantizar un crecimiento económico que genere
acumulación, empleo de calidad, distribución de ingresos y equidad social?
En esta etapa del desarrollo del capitalismo aún tienen
vigencia: el dilema de Polanyi
planteando la política como reproductora de la lógica mercantil o como límite a
ella generando alternativas para la vida social y humana; Weber planteando la
autoridad carismática como ruptura a la racionalización y la creciente
burocratización destructora de la libertad del hombre; Marx valorizando a la
política como ruptura total del capitalismo; Schumpeter interrogándose acerca
del papel dirigente e innovador de los capitalistas; Keynes planteando un
capitalismo más equitativo y distributivo y Locke y Friedman como fundamentos
teóricos del actual y prevaleciente neoconservadurismo.
La actual cuestión de la Globalización versus
la anti-globalización nos vuelven a plantear estas cuestiones. El problema de
la rebelión lockiana parece estar presente en distintos sentidos y el planteo
de Schumpeter de las otras clases como dirigentes parecen tener vigencia en
muchos países del tercer mundo. La mayor pauperización y la consiguiente
conflictividad junto a una racionalización creciente replantean cuestiones ya
planteadas por Keynes y Polanyi.
Contemporáneamente, la cuestión se agrava en un sentido
keynesiano, ya que las masas de desempleados y subempleados o de desempleados
involuntarios son ahora socialmente “estigmatizados” como desempleados
estructurales, sin capacidad de ser incorporados al mercado. Lo cuál parece
retrotraer la cuestión a una perspectiva prekeynesiana y polanyiana en donde el
empleo es un factor económico sometido al libre juego de la oferta y de la
demanda de la libertad de los mercados autorregulados.
En el nuevo milenio la cuestión de la profesión-vocación
aparece para el conjunto de los individuos como un paradigma en crisis. La disminución de los puestos
tradicionales de trabajo y de la precarización
creciente del empleo, replantean la cuestión del trabajo y de su relación con
el capital y del problema del papel de la política frente a los derechos del
empleo y al funcionamiento del mercado de trabajo.
Este problema abre una cuestión central en el siglo XXI. ¿Estamos frente
al fin del concepto de ciudadanía social, es decir del asalariado como sujeto
portador de derechos políticos (R. Castel)?
La nueva economía mundial supera al cronómetro al
permitir que las transacciones financieras, comerciales y productivas se
realicen durante las 24 horas en forma continua y a escala planetaria. Desde el
punto de vista de los procesos de trabajo, según Coriat se abren dos escenarios
posibles. El neotaylorismo (taylorismo +tecnología) y los modelos de calidad
con trabajo calificado y con altos salarios. Una tercera alternativa son los
trabajos vinculados a la economía marginal (Guiddens). Al parecer la nueva
flexibilidad taylorista se va generalizando junto a los modelos
organizacionales que reformulan las burocracias empresariales y estatales para
tornarlas más flexibles y menos costosas.
En definitiva las nuevas tecnologías y modelos
organizacionales son una nueva vuelta de tuerca para disminuir los tiempos
muertos y para mejorar el desempeño productivo de las organizaciones privadas y
públicas. No solo se tiende a tercerizar actividades de las organizaciones, se
terceriza el trabajo asalariado gracias a las nuevas tecnologías. El empleo con
altos salarios, rutinizado y regulado de la sociedad salarial se sustituye por
un creciente taylorismo, ahora subordinado a la economía de las 24 horas, con
creciente flexibilidad contractual y heterogeneidad salarial. En cambio en las
economías periféricas la cuestión aún es más grave, ya que las masas vinculadas
a la actividad capitalista tienden a disminuir y son crecientes las masas
excluidas realizando actividades de sobrevivencia propias de formas
precapitalistas. Alvin Toffler planteó, hace ya tres décadas, algunos de estos
rasgos de nuevo capitalismo y conjeturó que la salida para las masas del tercer
mundo eran las tareas precapitalistas. En este sentido, José Nun (2001), ante la exclusión social creciente reformula la
tesis marxista de ejército de reserva y de sobrepoblación relativa. Ya no
estaríamos solo en presencia de desocupados funcionales a los ciclos
económicos, en estos países existe una población “sobrante” o excedente para el
desarrollo del capital.
El problema de la convergencia entre los países
desarrollados y los subdesarrollados se plantearía desde esta perspectiva en
una forma muy limitada. Una dimensión es la vinculación desigual de algunas
economías periféricas con la directa exclusión del resto. Otra dimensión es la
incorporación en estas economías, de un reducido núcleo vinculado al
capitalismo mundial con la exclusión de las mayorías. En este sentido en la periferia, el
Estado-Nación tiende a debilitarse o a desintegrarse cada vez más.
Finalmente nos interesa reflexionar acerca del papel del
Estado capitalista y los períodos de crisis capitalista. El Estado capitalista
históricamente interioriza las crisis del capitalismo como garantía para la
reproducción y la acumulación del capital. El Estado Plan keynesiano es, en ese
sentido, un nuevo ejemplo histórico.
Pero cabe interrogarse: ¿Por qué la crisis de 30 se resolvió con más Estado,
mientras la crisis de los 70-80 se pretende resolver con menos Estado?
El Estado Benefactor está en crisis. Quizás, se impongan
políticas neo-keynesianas para resolver aspectos parciales de las crisis del capitalismo
avanzado. O quizás, esta crisis sea sólo una nueva fase de “normalidad de la
acumulación del capital”, en donde las grandes diferencias sociales sean su
cualidad inherente y necesaria.
La idea del Estado limitado y descentralizado
fundamentado por Friedman, ha tenido enorme influencia en las dos últimas dos
décadas. El abandono del rol productivo del Estado, las desregulaciones y la
descentralización de las funciones del Estado nacional o central se originan en
este pensamiento. A ello se agrega una nueva concepción en la distribución de
los ingresos ya que el mercado asigna “mejor” la distribución de los ingresos
que el Estado. Junto al rol productor y regulador del Estado de Bienestar,
criticados por Friedman, el cuestionamiento del problema de la distribución de
los ingresos pone en tela de juicio su rol históricamente más importante.
Los últimos siglos de existencia de la sociedad
capitalista muestra la preeminencia de la “racionalidad” individual con una
importante concepción positivista y del “mercantilismo” que abarca a casi la
totalidad de las dimensiones del hombre (Becker 1987). El nuevo milenio muestra
que estas concepciones del hombre y de la sociedad continúan siendo
predominantes.
Pero cabe preguntarse si la globalización, que agudiza la
dualización de las sociedades y cuestiona el problema de la convergencia entre
las naciones ricas y pobres, en la medida que difunde la racionalidad y la
lógica mercantil sin distribuir sus beneficios materiales no pueda generar
“irracionalidades” y posturas “anti-mercantiles” que puedan llevar a nuevas
concepciones acerca de la sociedad, el Estado y la integración mundial.
La globalización pone en cuestión al Estado –Nación
porque al “mercantilizar” a sectores de la población de los países que se
integran al mercado mundial genera la desintegración social de vastos sectores
que no logran acceder al empleo asalariado. Además, al poner en crisis a la
sociedad salarial y provocar la des-seguridad social (R. Castells 1995), no
solo se modifican las regulaciones estatales laborales a favor de los modelos
flexibles, sino que además la idea del trabajador como portador de derechos
políticos pierde entidad. Por lo cual, la política de fin de siglo es
sustituida por una tecnocracia que define al trabajo como un factor de la
producción económica adaptable a los ciclos económicos y a los constantes cambios
organizacionales y tecnológicos.
Por lo tanto las políticas laborales en la era neoliberal
tendrán como fundamentos de las desregulaciones al sujeto como individuo factor
de la producción en donde su costo y productividad laboral serán los “valores
sociales centrales” como materia de desregulación laboral. El nuevo derecho
laboral tendrá por objeto al individuo frente al colectivo y a limitar el
accionar del Estado en el amparo del trabajador frente al capital. Esta
individuación del asalariado también ha sido privilegiada frente a la
regulación del conflicto laboral a fin de que el sindicato, en tanto colectivo,
perdiera entidad. Al convenio colectivo de trabajo como institución de ciudadanía
social se lo buscó descentralizar y adecuar a las modalidades de flexibilidad
laboral y contractual.
Las instituciones laborales estatales dejan de ser monopólicas
para ser concurrentes con las empresas y organizaciones privadas. Se
descentralizan y privatizan las instituciones de la seguridad social
privilegiando sus prestaciones según las capacidades contributivas de los
individuos.
Previendo una fase de crisis del mercado de trabajo por
efecto de la desregulación las políticas laborales previeron políticas sociales
focales para los individuos afectados por los despidos. Sus resultados han sido
muy ineficaces y con el agravante de han contribuido a estigmatizar a sus
beneficiarios frente al conjunto social.
Esta concepción del trabajador como ciudadano individuo
como materia de desregulación laboral tiene consecuencias económicas, sociales
y políticas. Entre las consecuencias políticas aparece la cuestión de la
democracia como un problema relevante. Una ciudadanía basada en la figura del
individuo productor no requiere necesariamente de un régimen democrático, que
si requiere de una ciudadanía social portadora de derechos políticos.
Por consiguiente, la reforma laboral implementada en los
años noventa, es un objetivo político central, no solo para disminuir los
costos del trabajo, sino más importante aún, para la construcción de un Estado
neoliberal que solo arbitra entre individuos y empresas y en donde la política
y el problema de la democracia como régimen político basado en la ciudadanía social
pierden relevancia en la agenda pública frente al mercado.
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